Para empezar, ni siquiera es fin de siglo. A estas alturas, y a
pesar de que al inicio de 1999 todo el mundo pensaba que podría
engañarse, quien más y quien menos tiene muy claro que el cambio al
mítico 2000 no tendrá tanta magia como se prometía. El hilo atado a
la aguja que deshincha el globo formado en torno a tan sonoro paso
enlaza el hecho de que, mucha, muchísima gente tendrá que
permanecer alerta y disponible por si acaso decide materializarse
el temido «efecto 2000» y el mundo se torna Armagedon con el hecho
de que las grandes estrellas, émulas en la tierra del brillo de las
celestes, no han seducido a los mortales y se han cancelado sus
místicas galas.
En lo más cercano, Eivissa también despierta a dos días del gran
cambio de su sueño de gloria invernal y reconoce que el maná
desestacionalizador no llega ni cuando cruzamos el ámbito de los
millares, que en sociedades tan supersticiosas como las de
economías desarrolladas tienen más valor que la mejor de las
campañas de márketing. Los hoteleros no están satisfechos con lo
conseguido. Han invertido mucho dinero y una gran dosis de
esperanza para que fuera éste el momento del despegue de la tan
perseguida desestacionalización, pero se han encontrado con la
misma realidad con la que tratan cuando negocian la temporada de
verano. La dependencia, sobre todo, de los grandes grupos
vacacionales británicos tiene sus servidumbres y éste será un
ejemplo bien claro. Los hoteleros lo reconocen, pero no pueden
hacer más que apuntar sus deseos y enviarlos a quien correspondan
para ver si a la antigua, gracias a la fe o a la providencia
divina, o a la moderna, con el culto al trabajo, se consigue lo
que, hoy por hoy, es todavía lejano. Mientras, sin embargo, habrá
que conformarse con disfrutar de lo que ya tenemos. Y que no nos lo
quiten.
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