Rusia se enfrenta a tres graves problemas: la guerra contra Chechenia, una economía por los suelos y unas difíciles relaciones internacionales que le garanticen los suficientes apoyos para proseguir con su política de reformas. Ante esta situación "una de las más graves que ha atravesado en su historia reciente este enorme país" los rusos han votado a partes iguales a los comunistas y a la unidad de derechistas. Con estos resultados en las urnas, la derecha que promociona Yeltsin se hará con el control del Parlamento, lo que hasta ahora se le escapaba.

Resulta difícil desde fuera comprender los impulsos del pueblo ruso. Quizá la inmensa y poderosa maquinaria propagandística del Estado haya logrado convencer a los ciudadanos de la conveniencia de mantener una guerra contra los chechenos y de la eficacia de unas reformas económicas que lo único que han conseguido hasta hoy es hundir en la miseria a una gran parte de la población. Para los occidentales, Rusia es en estos momentos una nación desintegrada, empobrecida y peligrosa por su potencial nuclear, dirigida por un personaje más propio de un cómic que de la tremenda realidad: Boris Yeltsin.

Dentro de seis meses, cuando se celebren elecciones presidenciales, Yeltsin habrá pasado a la historia y, con toda certeza, le sucederá su delfín, Putin, un ex agente de la KGB frío y eficaz cuya mayor hazaña ha sido masacrar a cientos de civiles chechenos en una guerra que sólo ellos defienden.

Los resultados de las elecciones parlamentarias del domingo confirman, una vez más, la leyenda del carácter ruso: resignados, esperanzados y con una fe ciega en la autoridad. Del zarismo al estalinismo, los rusos han demostrado siempre que prefieren un poder fuerte y destructor a un verdadero cambio, aunque sea para mejor.