Acabamos de asistir en La Habana a una llamada de atención realizada con todas las de la ley y sin desentonar en lo más mínimo. El responsable ha sido el Rey de España, Juan Carlos I, que ha querido cantarle las cuarenta al cubano Fidel Castro sin perder la compostura y la educación que todo invitado debe a su anfitrión. Lo cierto es que celebrar una cumbre iberoamericana a estas alturas del milenio en la patria de uno de los dictadores más antiguos del mundo, que cumple ahora sus cuarenta años de mandato sin oposición, sin elecciones y sin voces discordantes, resulta cuando menos, chocante. Lo lógico, si están todos de acuerdo en que Fidel Castro es un dictador y su régimen debería dar de inmediato paso a una transición a la democracia, habría sido celebrar la reunión "de suma importancia en el ámbito latino" en otro país.

Pero se ha elegido precisamente Cuba, patria de muchos descendientes de españoles y que hoy acoge además importantísimos intereses económicos para muchas empresas de nuestra nacionalidad. Quizá el gesto de realizar allí el encuentro haya sido, precisamente, una firme muestra de apoyo a esos empresarios amenazados por las leyes norteamericanas que refuerzan el embargo contra el país caribeño.

Así las cosas, lo único que podía hacer nuestro Monarca era acudir a la cita "como ha hecho siempre" y decir allí lo que tenía que decir, aunque a su interlocutor y anfitrión no le gustara oírlo.

«Que Cuba se abra a Cuba» fue una frase que despertó fuertes aplausos. Y ésa es precisamente la apuesta de los sensatos, de los que se dejan guiar por el sentido común. Que Cuba vaya abriéndose política y económicamente a su propio ritmo, hasta lograr una democracia plena. Tal como ocurrió en su día también en nuestro país.