El juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón acaba de dar una nueva vuelta de tuerca en el ominoso caso de la dictadura argentina. Seguramente respaldado por la decisión británica de extraditar a España al dictador chileno Augusto Pinochet, el magistrado español ha tomado fuerzas para encarar otro proceso igual de importante. Estamos hablando de treinta mil desaparecidos que, según el informe presentado por Garzón para justificar sus nuevas medidas, sufrieron espantosas torturas "como ejemplo describe que algunos fueron devorados por ratones introducidos en sus cuerpos", fueron lanzados vivos al mar o asesinados de mil formas diferentes por el mero hecho de oponerse al régimen.

El juez ha lanzado órdenes de busca y captura internacionales contra 98 personas, de ellas una docena de altos cargos militares de la dictadura, acusados de genocidio, terrorismo y torturas.

Se trata, sin duda, de un nuevo motivo de alegría y orgullo para los demócratas, los defensores de los derechos humanos y las gentes de bien, pues vuelve a demostrar "como ya ocurrió con Pinochet" que ningún dictador estará después de esto a salvo en ninguna parte del mundo.

El problema es que las extradiciones de todos ellos dependen de que la Justicia argentina las conceda, puesto que viven en su país. Y eso es más que difícil, pues el actual Gobierno de la república está directamente vinculado a las vergonzosas leyes del Punto Final y de la Obediencia Debida, con las que se puso fin a la tremenda dictadura para transitar hacia la democracia.

Será sin duda un proceso lento, difícil, casi imposible, pero el primer paso ya está dado y al menos la decisión de Garzón pone en evidencia que alguien en este país está dispuesto a coger la sartén por el mango, por difícil que sea su cometido.