La democracia, como hemos escuchado cien veces, es solamente el menos malo de los sistemas políticos que se han puesto en práctica a lo largo de la historia y, por lo tanto, aunque resuelve algunos problemas de la sociedad, también está plagada de limitaciones y defectos.

Así quedó ayer claro en el acto de constitución del Parlamento de Navarra, un hecho que debería ser "lo es" la máxima expresión del sistema democrático.

Pero ayer había allí un elemento distorsionador del sistema. Entre los diputados elegidos por la voluntad popular para representar sus intereses durante los próximos cuatro años había un asesino. Un asesino doble, condenado y convicto. El hombre que una noche se acercó a Sevilla, empuñó una pistola y sin pensárselo dos veces dejó huérfanas de padre y madre a unas criaturas cuyo único pecado era ser hijos de un concejal del Partido Popular de aquella ciudad. El crimen horrorizó a toda España y ayer tuvimos que presenciar cómo ese sinvergüenza se presentaba en un Parlamento y juraba su cargo vestido con una camiseta alusiva a sus derechos como preso.

Ahí está el problema de la democracia. Que no puede llevar a cabo acciones como la que este individuo efectuó en su día. No puede decir «personas como ésta no merecen vivir» y a continuación eliminarla.

La democracia debe respetar los derechos de todos los ciudadanos, incluidos los de personajes como éste.
Pero eso no es lo peor. Lo verdaderamente trágico es que haya ciudadanos "miles" que deciden votar listas con nombres de asesinos. Que eligen como representantes suyos a gente así. Eso es lo que debería entristecernos al ver un espectáculo tan penoso como el que tuvimos que ver ayer.