Tras el inicio de la retirada de Kosovo de las tropas y la policía serbias, comienza una labor extraordinariamente delicada y difícil, como es la reconstrucción de un país roto por la violencia, el odio, las divisiones y la guerra. Para ello, la OTAN, con la definitiva intervención de la ONU, ha de desplazar tropas que garanticen la paz y, especialmente, la no intervención del Ejército y la policía del régimen de Milosevic.

Los países aliados están dispuestos a regenerar Kosovo, pero han dejado muy claro que no se prestará ninguna ayuda a una Yugoslavia gobernada por Milosevic. Debieran hacer más: exigir la deposición y entrega del genocida para limpiar la zona de todo vestigio de autoritarismo y crueldad. Mientras tanto, la discusión es, ahora, con Rusia, un país arruinado y políticamente debilitado que quiere vivir de su antiguo esplendor.

La única razón por la que se le presta cierta atención es porque tiene un arsenal nuclear y un líder impredecible, enfermo y alcoholizado del que puede esperarse cualquier insensatez. Después de haberse aliado con Milosevic, Rusia quiere estar presente en la intervención, como si Postdam siguiera vigente. Poner Kosovo bajo la tutela de ejércitos de países aliados, bajo la bandera de la ONU o la OTAN, exige, como ya se ha dicho, un mando común que Rusia se niega aceptar.

Pero dejar una zona kosovar en manos rusas sería un error peor que el que dejó medio Berlín y media Alemania, los del Este, en propiedad de la Unión Soviética. Si la guerra ha sido dura, hay que evitar que los kosovares pasen una postguerra tan cruel como la que les tocó vivir a la mitad de los alemanes. Con una experiencia basta. Sólo faltaría que los albano-kosovares escaparan de las manos de un loco como Milosevic para caer en las de otro como Yeltsin.