La declaración institucional que realizó ayer el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, fue el prólogo de un severo endurecimiento de las medidas de contención de la COVID-19 y que pasan, inevitablemente, por una nueva declaración del estado de alarma. El número de comunidades autónomas que reclaman la aplicación de este instrumento jurídico que contempla la Constitución para restringir el movimiento de las personas no deja de aumentar, al igual que las peticiones de aplicaciones de un toque de queda para evitar las concentraciones callejeras, en locales de ocio y las fiestas particulares. La tasa de contagio del virus está desbocada.
Nuevas cifras.
En la descripción del presidente sobre la incidencia de la pandemia en España aludió a las cifras del Instituto Carlos III, que triplica las cifras oficiales del Ministerio de Sanidad. El objetivo no puede ser otro que transmitir a los ciudadanos la realidad de una situación que no admite maquillajes, la segunda ola crece de manera casi exponencial en todo el territorio y, como bien se advierte, lo peor está todavía por llegar. La unidad política y social son las armas que propone Sánchez para afrontar este escenario tan adverso, cuestión tan necesaria como importante es la modificación de los comportamientos que favorecen la propagación del virus; la gran asignatura pendiente.
Atajar la irresponsabilidad.
El estado de alarma se plantea como el instrumento jurídico necesario para actuar con contundencia ante la proliferación de comportamiento irresponsables, que no sólo se circunscriben a los más jóvenes. La sociedad española se niega a asumir la gravedad de las consecuencias que tiene la COVID-19, desde el punto de vista sanitario y económico al que va ligado. Con este avance del virus es imposible reactivar la economía, una premisa que en Balears se cumple milimétricamente. Vienen tiempos muy difíciles.