El ataque combinado de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña sobre instalaciones vinculadas con el programa de armas químicas del régimen sirio de Bachar al Asad conmovió ayer, de nuevo, al mundo. Al bombardeo, siguiendo los eufemismos bélicos de estos casos, se le atribuyen efectos quirúrgicos suficientes para evitar nuevas oleadas, una contención que también ha logrado limitar la respuesta de Rusia. De hecho, el presidente Putin no plantea represalias militares derivadas de una ofensiva que ha obtenido el aval de la mayoría de los gobiernos occidentales, incluido el de España.
Un país en guerra.
Siria está inmersa en una cruenta guerra civil a la que se superponen diferentes conflictos, un polvorín que el presidente Al Asad maneja como palanca en defensa de sus propios intereses. Este siniestro personaje, un sanguinario dictador, estaba en el punto de mira de Estados Unidos hasta que fue la pieza imprescindible para derrotar al Estado Islámico, un papel que ha rentabilizado para reactivar su ofensiva sobre el Kurdistán y enfrentarse a Turquía; siempre como un fiel aliado de Rusia. La inestabilidad permanente en la zona en la que juegan tres grandes piezas: Siria, Irak e Irán. La importancia geoestratégica de estos países, derivada de su riqueza petrolífera, resulta indiscutible y sobre ellos pivota buena parte de la hegemonía en la zona que vuelven a disputarse Estados Unidos y Rusia.
Las consecuencias.
La tibia respuesta de Rusia al bombardeo norteamericano, francés y británico permite suponer que el episodio de ayer tendrá, por fortuna, un alcance limitado; a la espera de los movimientos reales de Al Asad respecto al uso de armas químicas contra la población civil. Con todo, la acción militar sobre Siria en nada resuelve la raíz del conflicto que azota, desde hace muchos años, el país y que sufren sus ciudadanos. Un factor que no puede ignorarse.
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