Londres fue el escenario del último atentado mortal en una gran capital europea, pocos días después del que tuvo lugar en el aeropuerto parisino de Orly y coincidiendo con el primer aniversario de la matanza yihadista en Bruselas. Cinco muertos, entre ellos el responsable del ataque a las puertas del palacio de Westminster, y cuatro decenas de heridos es el primer balance de víctimas en la capital británica sin que, por el momento, Scotland Yard haya facilitado datos sobre el autor, aunque sí ha apuntado al terrorismo islamista. La seguridad, a la vista de la sucesión de acontecimientos, es un concepto relativo en numerosos países occidentales, donde los atentados –sea cual sea su motivación– tienen una enorme repercusión mediática.

Oleada imparable. En los últimos años, la lista de atentados que han tenido lugar en capitales y ciudades importantes de Europa es larga, muy larga. En la práctica totalidad de las acciones hay un denominador común, lo más preocupante: no hay ningún tipo de selección previa de las víctimas; al contrario, cuanto más indiscriminado y masivo es el atentado, mayor es el éxito que se atribuyen los organizadores. Lo ocurrido en Londres no es una excepción. El último episodio de esta trágica cadena que no parece tener fin ha consistido en una alocada carrera atropellando a peatones sobre el puente de Westminster hasta estrellar el vehículo contra la valla del Parlamento y atacar mortalmente con un gran cuchillo a un agente hasta ser abatido por la policía.

Desconcierto policial. Hay que admitir que en esta trágica dinámica, la intervención de los llamados ‘lobos solitarios’ –asesinos que actúan al margen de cualquier tipo de organización– está muy lejos de considerarse controlada por la policía o los servicios de inteligencia. Este dramático fenómeno, sin embargo, sólo podrá ser neutralizado desde la perseverancia y la colaboración internacional, actuando tanto en el origen de la radicalización del mensaje antioccidental como sobre el propio terreno.