Esteban Cambiasso ejecuta el lanzamiento que supuso la eliminación de Argentina y la clasificación del cuadro alemán.
Fiel a su estilo seco e implacable, Alemania mató ayer a la que probablemente era la selección más fuerte y equilibrada de todo el Mundial. Argentina, que con un juego fresco y eficiente había dejado sin argumentos a quienes le acusaban hace tan sólo unas semanas de ser un equipo vacío y sin contenido, se marcha antes de tiempo de una cita que a medida que avanzaba parecía diseñada a su medida. Y se va, entre otras cosas, porque ha tenido la mala fortuna de estrellarse contra el anfitrión y eso casi siempre va ligado al fracaso. Si enfrentarse al local equivale a jugar cuesta arriba (todos los campeones del mundo, a excepción de Brasil, se han alzado al menos con un título en casa), en el caso de que el rival en cuestión sea la selección alemana la hazaña se convierte practicamente en una misión imposible. Los germanos, sin grandes nombres ni galácticos entre sus filas, han hecho de este tipo de competiciones su hábitat natural y cuando cuentan con el respaldo de un pueblo entregado a la causa resultan infranqueables. Argentina rozó la proeza y estuvo a punto de pararle los pies en lo que hubiera sido un epílogo traumático, pero Alemania siempre vuelve y muy pocas veces deja las cosas a medias. Ayer lo hizo, pero aún así, los dioses del fútbol le recompensaron con una tanda de penaltis de esas que siempre le sonríen. Los locales, que desde aquella mítica final del 86 le han ganado siempre la partida a los albicelestes, encontraron un amigo en Leo Franco -el ex mallorquinista no intuyó un solo lanzamiento de los alemanes- y exprimieron el nerviosismo de Ayala para marcar su terreno. El Mundial perdía a uno de los grandes mientras definía el nombre de su próximo campeón.
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