Una de las reclusas tiende unos trapos en las rejas de su celda. Foto: MARGA FERRER

Marga, Lola, Rocío, Charo y Teresa tienen poco en común, salvo la droga y la cárcel. Son cinco de las siete mujeres internas, las otras dos están en régimen abierto (salen a las nueve de la mañana de la cárcel y regresan para dormir), en el módulo de mujeres de la Prisión de Eivissa. Una estancia separada, no aislada, del resto del recinto penitenciario. Un letrero gris anuncia la presencia del módulo: «Mujeres». Una funcionaria abre la puerta de hierro, un tanto desvencijada, donde cohabitan las cinco mujeres. Charo y Teresa están en el taller de madera que organiza la Asociación Cultural Gitana.

Las otras tres pasan el tiempo en una sala cuya decoración se reduce a una pizarra, un mapa del mundo, una mesa y una televisión. Alrededor de la mesa trabajan Marga, Rocío y Lola, realizando tarjetas con hilos. Las dos primeras no acuden al taller, ya que la actividad no es para preventivas, pero Lola ha decidido no participar: «No quiero que me vean, ni me reconozcan. Estoy aquí por una cosa fortuita», afirma. Pendiente de que le concedan el tercer grado penitenciario, no cesa de halagar la prisión de Eivissa: «Para mí gusto, estoy muy bien».

El día empieza a las 7'30 horas cuando se levantan. A las 9 toman el desayuno en una sala del módulo; la hora del almuerzo es a las 12'30, media hora más tarde se incorporan sus otras dos compañeras del taller. De 14 a 17 horas vuelven a sus 'chabolos' (celdas) para la siesta. A las 19 horas, la cena; y a las 20'30 horas, de vuelta a la celda. Así, día tras día. Mucho tiempo para reflexionar: «Es fundamental tener el tiempo ocupado. Los primeros seis meses me los pasé escribiendo a todas horas», dice Teresa.

La droga es el nexo de unión de todas ellas: el motivo por el que se encuentran ingresadas. Cuatro de ellas están en tratamiento con metadona a través del Grupo de Apoyo al Drogodependiente que el Consell presta en la cárcel. «La heroína es la ruina más grande de una familia», sentencia Rocío, pero tanto ella como Marga no le hacen ascos «a una rayita o a un porro». Aseguran que fue la falta de información lo que desencadenó esta situación. Su vida está marcada por las drogas.

Algunas de sus historias servirían de argumento para un telefilme televisivo: Marga, cuyo nombre utilizado en este reportaje no es real como el de sus compañeras, fue detenida con una de sus hijas en el puerto de Eivissa. A su hija, que acababa de cumplir 18 años, se le incautó medio kilo de cocaína. Viuda desde hace bastante años, su ex marido, se separó de él cuando empezaban los malos tratos, murió en una ambulancia cuando era trasladado de Carabanchel al hospital cuando estaba con el síndrome de abstinencia.

«La mayoría del dinero se iba en engancharse. Era delineante, pero el muy tonto empezó a meterse. No había información. ¡Si llegó a saber lo que era el 'mono'!». Después tuvo un novio iraní con el que se iba al Parque del Oeste a vender drogas. «Nunca he robado, pero de lo demás, de todo», dice. «¡Si se enganchan hoy es para matarlos!», exclama Rocío ingresada por robo y pendiente del juicio. A los 15 años se metió el primer 'pico'. Desde ese momento su vida ha oscilado entre buenos periodos, el nacimiento y el cuidado de su hijo, y recaídas como la última, motivo de su estancia en la cárcel: «Por una mala cabeza he vuelto a pisar la prisión. Todo esto es por la fatídica mierda de las drogas. Sería más conveniente estar en un centro de rehabilitación», se lamenta. Todas ellas tienen antecedentes penales: «Tuve historias, pero ya las pagué», dice sobre sus antecedentes.

El menú del almuerzo del pasado jueves consistió en pollo asado, pasta y, de postre, pera. Marga mira la pasta con gesto de contrariedad. «No lleva ni salsa», se queja. Trata de perder peso y está a régimen. «Se come medianamente bien y se cena mal», asegura Lola «Es una cena nefasta. Llevamos un mes con sopa de sobre y nos ponen también chorizo y morcilla», tercia Marga. A punto de ser trasladada a otra prisión, la de Tenerife, muestra su descontento con los servicios y los artículos de uso diario, como toallas y mantas. «Esto no lo soporto porque me parece una cutrería». Lola no está de acuerdo: «Ojalá que lo peor que te ocurra es que no te guste la cena. Sabes que aquí puedes dejar el bolso con confianza». Algunas de sus compañeras no comparten su opinión y cuando tratan de convencerla descubre su carácter: «Tienes que ser consecuente con el sitio donde estas. Sabéis que no me callo y al primer abuso, salto», advierte.

La familia constituye una de sus principales preocupaciones. Cuatro de ellas tienen hijos. Las hijas de Marga, ya mayores, viven con su pareja, pero ella se siente apesadumbrada por el estado de su madre: «Se quedó viuda hace poco y con esto, la acabo de matar. Ahora está tomando antidepresivos». «Los fiscales piden años como caramelos. No piensan en el daño que hacen a tu familia», añade Rocío, con un hijo de ocho años. Su madre, que padece diabetes, y la de su ex marido, ingresado en la cárcel de Palma, cuidan del niño desde que ingresó en la cárcel hace dos meses. Teresa recibe la visita de unos de sus hijos, adolescentes, a la prisión. Al segundo, más pequeño, se le oculta la verdad. «Mi familia tiene un tremendo cabreo porque estoy aquí. Mi padre habla conmigo y si ve que estoy contenta, él está feliz», dice Lola. Charo, cuya pareja también está en prisión, tiene un niño que vive con su suegra: «Voy a salir para estar con mi hijo. Cree que estamos trabajando y ahora le hacemos mucha falta».

«Somos un gasto para la familia», confiesan. La vida en prisión es como en una pequeña ciudad. Hay una «mandadera» a la que le encargan los productos que necesitan «pero no te dejan tener perfume», se lamenta Marga. El máximo de dinero del que pueden disponer es de 65 euros a la semana. «Si no te metes 'mierda' está bien», dice una de ellas. Con ese dinero pueden tomar una cerveza sin alcohol o un café del economato, aunque el precio de los productos de la cárcel de Eivissa son más altos en comparación con otras cárceles.

Ninguna de ellas cree que la cárcel sea el lugar más idóneo para la reinserción. «De aquí sales peor. Cuando entras sabes hacer un 'robito' pero sales experta en atracos», precisa Rocío. Se quejan de la falta de actividades de la cárcel, concebida para preventivos. La relación entre ellas es buena, incluso pueden disfrutar de las celdas individuales. Lola, a un paso de obtener el tercer grado que le permitirá pasar el día fuera y sólo volver para dormir, se muestra reacia a relacionarse con el resto de internos: «No quiero conocer a nadie. Espero no volver nunca más», afirma.