Junts rechaza el reparto de menores inmigrantes en Cataluña». «Junts se opone a incluir Catalunya en el reparto de menores inmigrantes en el Estado». «Junts se opone a que el Estado envíe menores migrantes de Canarias a Catalunya». Tres titulares de tres medios de comunicación muy distintos que sinceramente me ponen los pelos de punta. Pero si además sumamos otros titulares en los que se afirma que Vox baraja romper pactos con el PP si acepta el reparto obligatorio de inmigrantes, lo cierto es que dan ganas de bajarse de nuestro país.

A nuestra clase política y a muchos de nosotros se nos ha olvidado demasiado rápido que los españoles también fuimos inmigrantes, como salimos con una mano delante y otra detrás rumbo a distintos países de Europa y de Sudamérica, donde conseguimos sobrevivir como pudimos. Nosotros, que en pleno 2024 nos consideramos el primer mundo porque creemos tener ciertos privilegios, presumimos de decidir qué hacer con la vida de los demás. De decidir que hacemos con esa gente a la que no consideramos igual a nosotros por el mero hecho del tener un color de piel distinto al nuestro o simplemente por no haber tenido la suerte de haber nacido en la parte buena del mundo.    Como si la mayor parte de los que cruzan miles de kilómetros buscando una vida mejor, sorteando mafias y peligros de todo tipo, y dejando atrás lo poco que tienen, fueran un número que apuntar en una libreta para luego tacharlo o borrarlo si no interesa.

No seré yo quien niegue que tenemos un problema con todos los inmigrantes que llegan a nuestras cosas ni tampoco que en Canarias no dan a basto porque están sobrepasados. Ni tampoco sé si la mejor solución a todo esto es el reparto de menores que propone el ministro de Política Territorial, Ángel Víctor Torres, pero lo que sí sé es que, nos guste o no, cada uno de ellos son personas igual que usted y que yo. Con mis mismos derechos y sobre todo con una serie de problemas que en muchos casos los que nos gobiernan deciden obviar y hacer como si no existieran, no vaya a ser que afecte a su estado del bienestar.    No son una cifra fría de la que hablar como si nada y menos una cifra con la negociar otra serie de privilegios. No son una moneda de cambio para conseguir acuerdos con el Gobierno central ni para presionar a gobiernos autonómicos a los que se les amenaza con quitarles el apoyo.

Me parece aberrante que se hable del tema con una frialdad absoluta. Que se haga desde despachos de mesas de madera pulida, sillas de diseño y moqueta de colores, mientras el Mediterráneo se convierte en la mayor fosa común del mundo. Cómo se puede hablar con tanta frivolidad de cifras frías mientras escuchamos informes como los de distintas agencias de Naciones Unidas en los que se recogen que en lo que llevamos de 2024 ya se han registrado más de 800 muertos y desaparecidos muy cerca de nosotros, lo que supone unos cinco cada día, y que en muchos casos, son mujeres indefensas o niños y niñas de muy distintas edades que no tienen culpa de nada.

No puedo entender cómo podemos ser insensibles a este drama por más que podamos argumentar que aquí no hay sitio para todos. El drama de la inmigración es un drama colectivo que nos explota en nuestra cara delante de nosotros y que nos afecta a todos por más que queramos mirar hacia otro lado. Porque todos tenemos parte de culpa al haberles abandonado a su suerte después de haberlos explotado a nuestro antojo. Y porque ahora todos somos tan falsos que pretendemos aparentar que no va con nosotros y que el inmigrante bueno es el inmigrante que no llega a nuestra casa. Porque al fin y al cabo, ninguno de nosotros es racista hasta que nuestra hija o nuestro hijo se enamora de un extranjero al que consideramos inferior a nosotros. Y porque al fin y al cabo no es lo mismo un moro que un árabe, un negro que un afroamericano ni un sudamericano que un sudaca.

Se que no es fácil y que tal vez todo esto suene a demagogia barata. O tal vez un sueño imposible. Una utopía. Una lucha sin sentido en una batalla que está perdida de antemano, pero al menos siempre nos quedará el derecho al pataleo, a la queja y al refunfuñe. O simplemente, siempre nos quedará la esperanza de que algún día nuestros hijos puedan vivir en un mundo mucho más justo y equitativo en el que unos señores no decidan que que hacer con las personas como si estuvieran en un mercado. Un mundo en el que los que vienen buscando una vida mejor no sean un número y una cifra que usar como moneda de cambio para intereses políticos partidistas. En fin, que todos podamos vivir en un mundo y un país en el que por fin todos seamos iguales.