Prefiero pasear por Dalt Vila –la polis más antigua de Baleares, que rindió sus murallas por una cana al aire— cuando está gloriosamente solitario, pero reconozco que esta feria le da un sabor especial y resulta excitante darse un baño de multitudes entre los decorados que salpican la vieja ciudadela, probar los zumos de jengibre y añadirles un chorrito de vodka, devorar pantagruélicamente un jabalí y lanzar piropos, cual atrevido trovador enamorado del amor, a las lánguidas moras, misteriosas judías, sensuales paganas y dolientes cristianas encorsetadas con efectos de superwonderbra…
Ibiza Medieval resucita con ramalazos modernistas y muchos detalles divertidamente equivocados, pero con semejante marco el resultado siempre es espectacular y la gente redescubre la maravilla que tiene a su alcance el resto de año. Son las bondades de mezclar cultura y diversión.
Mejor si no hay cárceles-cruceros a la vista (legiones en chanclas todo incluido), pero lanzaros con ánimo de cortejo a pasear sus calles e ignorar a los insufribles fotógrafos que pretenden capturar la magia con el congelado prisma óptico. Hoy en día todo el mundo lleva cámara y la sagrada privacidad es misión imposible. ¡Pero que no nos obliguen a sacarles fotos estúpidas! Y si lo hacen, enfocar directamente a la pechuga o la entrepierna de la novia dominguera mientras se sienta a horcajadas del cañón renacentista con su última presa. Y si protestan, contestad que el derecho de pernada que nunca existió en esta isla sin clases, aparece para martirizar a los cretinos.
Si viajas en el tiempo, hazlo con estilo.
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