La progresiva descentralización del poder es positiva y debe proseguir. El problema está en la financiación de las administraciones menores, incapaces de recaudar impuestos suficientes como para hacer frente a sus retos y necesidades. El caso más claro lo encontramos en los ayuntamientos, la institución más cercana al ciudadano y, por ende, la más accesible. En el transcurso del reciente congreso del Partido Popular celebrado en Madrid, el presidente del Gobierno, José María Aznar, reveló sus intenciones de ofrecer al PSOE, partido mayoritario de la oposición, un pacto local para garantizar el óptimo funcionamiento de los ayuntamientos de todo el país.

No será fácil el reparto de poderes, especialmente cuando el ciudadano soporta sobre sus hombros una inmensa pirámide de instituciones que crece hasta límites casi inimaginables. Desde el pequeño ayuntamiento, tan familiar, pasando por los consells insulars "diputaciones, en otros lugares", gobiernos autonómicos, Ejecutivo central, hasta llegar a los órganos de poder de la Unión Europea, nuestros impuestos sirven para sostener un complejo entramado de funcionarios, departamentos y toda clase de burocracias que, a veces, se nos antojan excesivas.

Aznar es consciente de ello y por eso propone, una vez cerrado el proceso de asunción de competencias a nivel autonómico, que el camino emprendido no se detenga ahí, sino que prosiga hasta la derivación de ciertas materias "con sus correspondientes partidas presupuestarias" de las autonomías a los ayuntamientos.

La idea es positiva, siempre que la intención sea equilibrar el reparto de poderes y, sobre todo, favorecer al ciudadano de a pie.
Lo que sería rechazable es sacarse de la manga más impuestos. Si los servicios son los mismos, las administraciones que pierden competencias deben transferirlas a los ayuntamientos con todas sus dotaciones económicas. Y con un coste cero para los ciudadanos.