Se diría que entre los gobiernos del mundo existe una especie de acuerdo tácito que establece algo así como una escala de valores relativa a los problemas a los que procede dar respuesta o, cuando menos, otorgar una mayor atención. Y, lamentablemente, el del tráfico de seres humanos, y muy especialmente el de menores, no figura entre aquellos a los que dar prioridad.

Según estimaciones de la ONU, unos dos millones de jóvenes y niños, entre los 4 y los 18 años, son esclavizados por las mafias internacionales que controlan la prostitución y «vendidos» en los distintos mercados.

En medios de la Unión Europea se habla de más de 500.000 menores que llegan a nuestros países para ser sexualmente explotados. Su procedencia es fácil de establecer: vienen de cualquier nación en la que, por las razones que sea, guerra, epidemias, catástrofes naturales, la miseria y el hambre se han enseñoreado del panorama. Consecuentemente, no resultaría en exceso complicado atender a esas circunstancias y, sobre la marcha, ver de yugular ese infame tráfico.

Legislaciones al respecto existen en la mayoría de nuestros civilizados países. Con lo que hemos de llegar a la conclusión de que lo que falla es una auténtica voluntad de acabar con el problema. No se persigue como se debiera ni a los traficantes ni a las mafias que con ellos comercian cuando, insistimos, nos hallamos ante un delito tipificado en la mayoría de códigos y expresamente condenado por las instituciones internacionales. Así, esa forma de moderna esclavitud, finalmente de tiranía, se extiende, garantizando fabulosos beneficios para aquellos que, actuando al margen de la ley, raramente acaban sintiendo el peso de la misma.