El viaje a Marruecos del líder de la oposición, José Luis Rodríguez Zapatero, ha levantado ampollas y, en cierto sentido, con razón. Sin embargo, tampoco es un tema que deba dramatizarse, pero sí tomarse con seriedad. En principio, la política exterior de una nación la diseña y la decide el Gobierno y, ya lo hemos visto, Aznar ha preferido optar por la frialdad y el distanciamiento ante la actitud de nuestros vecinos del sur. Por eso no debe extrañar que el líder socialista haya querido aprovechar la oportunidad de anotarse un tanto político haciendo de diplomático, olvidando que si quería criticar la política exterior del PP debía hacerlo en el Parlamento.

De momento parece que el Gobierno de Rabat ha querido también aprovechar la ocasión para mostrarle los dientes a Aznar, recibiendo a su principal rival político como si fuera un jefe de Estado. Cuatro ministros acudieron a esperarle al aeropuerto, se ha entrevistado con todo el que tiene algo que decir en el reino alauí y hoy es recibido en el palacio real por el monarca. Todo un despliegue de deferencias que probablemente no se habría producido en circunstancias diferentes.

Esa es quizá la razón de que el Gobierno español haya acogido esta visita con tanta desazón, pues el establecimiento de relaciones institucionales debe hacerse de Ejecutivo a Ejecutivo y también porque el régimen de Rabat ha optado claramente por desafiar a Madrid.

No es un asunto baladí y Zapatero debe ser consciente de que su viaje está siendo utilizado para poner en una situación incómoda al Gobierno español. Si Rabat decide en los próximos días el retorno de su embajador en Madrid, no será mérito del secretario general del PSOE. El régimen marroquí únicamente se habrá servido de Zapatero para sus propósitos.