E n vísperas de las próximas elecciones locales, se celebra el
veinte aniversario de los primeros comicios municipales
democráticos y la consiguiente formación de los nuevos
ayuntamientos, tras la promulgación de la Constitución de 1978. Una
celebración que no ha pasado de algún recordatorio fugaz porque hay
que ir acostumbrándose a la normalidad cuando ésta entra dentro de
todos los parámetros de lo que es, en esencia, algo normal.
No hay, por tanto, que voltear las campanas, aunque sí pueden
ser objeto de reflexión estos cuatro lustros de administración
municipal desde la democracia. Y pensar que un alcalde y su grupo
pueden haber sido elegidos de forma democrática, pero no tener
comportamientos como los de los auténticos demócratas. En algunos
casos, la democracia más o menos perfecta, con todas las
limitaciones de la condición humana, ha durado dos días: el de la
reflexión y el de la jornada electoral.
Antes y después, en la mayoría de consistorios la democracia ha
sido hollada por el desprecio a las minorías, tanto a través de sus
representantes en la administración municipal, como en los propios
ciudadanos que han votado a los perdedores. Es, en los
ayuntamientos, donde el sentido democrático es más elemental y más
al alcance del individuo, del votante. De ahí que se observe mayor
contundencia contra el que ha perdido en las urnas tanto dando como
recibiendo el voto perdedor.
Mande quien mande en el ayuntamiento, sea grande o pequeño, el
sentido democrático ha sido sustituido por el aritmético. Se deja
hablar a los partidos en la oposición, no se les escucha ni atiende
y se vota. La mayoría decide siempre y a veces, como en Palma, la
alternancia en el poder la gozan y la sufren los partidos ganadores
y perdedores. Incluso los hay reducidos a su permanente condición
de perdedores. ¿Y es esto democracia?
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