La fiesta eterna va tocando a su fin. Ha llegado el mes de septiembre y con él los últimos estertores de otro verano loco que ha vuelto a dejar imágenes para el recuerdo; trazos de una juerga sin límites que las administraciones, sean del color que sean, parecen incapaces de atajar. Eivissa ha vuelto a trasladar al mundo un modelo salpicado de impurezas y contrastes que la mayoría somos incapaces de comprender.

Esta semana centraré mis críticas en el aspecto de la limpieza. Con el dinero que (en teoría) ingresan nuestras instituciones deberíamos poder comer del condenado pavimento que cubre nuestras calles. Por el contrario, los principales núcleos urbanos, especialmente la ciudad de Eivissa, lucen un aspecto roñoso y desprenden todo tipo de olores nauseabundos imposibles de camuflar. Nuestros políticos se enorgullecen del salto de calidad que han dado la mayoría de establecimientos turísticos en ese loable objetivo de atraer turistas con un elevado poder adquisitivo, pero no acompañan el impulso privado con gasto público que equilibre los servicios e infraestructuras de la isla.

Esta temporada, como las precedentes, está deparando situaciones de clara injusticia donde los principales damnificados volvemos a ser los residentes.

Por fortuna, en algunos ámbitos parece que se empieza a reaccionar. Ayuntamientos como el de Sant Antoni han sido pioneros en limitar el acceso de los coches a enclaves de gran riqueza natural como Cala Salada, donde se ha mejorado el transporte público como notable éxito a pesar de conductas incívicas que empañan los progresos. Desde el Consell d’Eivissa quieren combatir la privatización de zonas costeras y de dominio público, como ha ocurrido en cala Comte, y se están dando pasos para evitar proyectos antiestéticos y agresivos con nuestro entorno como el tendido eléctrico en es Fornàs.

El poder de la ciudadanía y el carácter negociador de las principales administraciones también han permitido dar respuesta a las exigencias de Formentera sobre la futura estación marítima en el puerto de Vila. Cuando el sentido común y una mayoría social se pronuncian en una dirección, sus representates están obligados a respaldarlos.