Desde que dimos la pandemia por terminada, al buen observador de negocios y actividades empresariales no le habrá pasado por alto como se han modificado sustancialmente los horarios de actividad de numerosos bares y restaurantes, como en ellos se han aumentado los precios de las cartas y de los menús, como las presentaciones y las cantidades servidas en las platos ya no son las mismas de siempre y como se han extendido como un reguero de pólvora los carteles de «se traspasa» en muchas de sus cristaleras. En definitiva, podemos ver como va entrando en juego un nuevo modo de funcionamiento y servicio —también de abandono— en los negocios de restauración.

Es curioso este fenómeno, algunos lo atribuyen a una suerte de adaptación pospandémica, ya que de una u otra manera todos estamos aún intentando asentarnos y aterrizar de nuevo a la realidad resultante, que, dicho sea de paso, es muy distinta de lo que hubiéramos pensado a priori. Muy pocos se han salvado del ajuste, incluso los negocios aparentemente exitosos han tenido que hacer cambios al darse cuenta sus gestores que los números ya no son los de antes y que los márgenes de explotación se van estrechando inexorablemente. Incluso algunos de ellos se plantean si están realmente preparados para sujetar el timón y dirigir la nave en medio de estas aguas tan extrañas y confusas.

Las quejas más recurrentes de los restauradores son las ya consabidas, pero no por ello irreales o inventadas: alquiler del local abusivo; sueldos de los empleados subiendo en porcentajes muy superiores a los de los ingresos; costes energéticos y de productos disparados. Para resistir y aguantar estos envites, no ha quedado más remedio que poner una marcha reductora, pegar frenazos bruscos y en algunos casos echar el freno de mano y no soltarlo. Estas actuaciones se materializan básicamente en las siguientes decisiones: reducir el número de horas de actividad del local; reducir el número de empleados; ajustar los precios, ineludiblemente al alza; en algunos casos tomar la decisión, siempre dolorosa, de finiquitar la aventura empresarial, intentar traspasar el negocio y dedicarse a otra cosa.

Si los negocios de restauración siempre han sido modelos de negocio extremadamente complejos, con la pirueta y vuelta de tuerca individual y colectiva experimentada estos últimos tres años, resultan hoy en día de gestión aún más enmarañada. A ello hay que sumarle la dificultad para encontrar personal, hecho que intranquiliza y desquicia a los que permanecen en el negocio, que al ver la imposibilidad de hacerlo todo ellos solos, se ven abocados a reducir los horarios de apertura al público, eliminando servicios. Ello es así, no queda otra, también deben descansar. Hay quien ve en estas medidas una especie de conformismo, tal vez sea así, la mentalidad ha cambiado y en los negocios no hay que prestar únicamente atención a los que vendes sino también a lo que cobras y compras.

Esta deriva dará mucho que hablar, será interesante analizar los nuevos funcionamientos de este negocio que irremediablemente modificará hábitos y comportamientos de oferta y demanda. Supondrá un riesgo para todos, no solo para los directamente afectados, hay que tenerlo en cuenta, esperemos que sea para bien.