Hoy Formentera huele a Ibiza. La Fase 3, antesala de la vuelta a la normalidad que conocíamos, nos permite viajar entre islas y somos muchos los vecinos de esta isla hermana los que anhelábamos desde hace meses dar un salto hasta esa otra orilla para respirar su aire. Formentera es libertad, es azul y es mar. Formentera es la sonrisa de Elena y un plato de pescadito fresco al abrigo de una sangría de cava. Su luz es como la de sus tres faros y si cierras los ojos te alumbra desde el horizonte recordándote que te espera.

Formentera también es Mariella y Douglas, nuestros amigos de Roma con los que acostumbramos a viajar para descubrirnos mutuamente rincones mágicos, ellos abriéndonos las puertas de Florencia, de Nápoles o de Capri y nosotros saltando olas a su lado en Es Pujols o bailando hasta el amanecer en la Flower Power de Pacha con música «de nuestros tiempos».

A mí Formentera me la descubrió Julio Medem, antes solo era una mancha en los mapas escolares y un paraíso protagonista de reportajes paradisíacos. Vi Lucía y el Sexo porque en aquella época no había una película de Najwa Nimri que osara perderme y porque él también me trastocó un poco por dentro con la delicada Los Amantes del Círculo Polar. Siempre he pensado que su voz sería la mejor banda sonora para uno de esos spots edulcorados con la isla como protagonista. Eran años en los que acudíamos al cine los domingos como si fuésemos practicantes de una religión provocada por el frío de los inviernos en Valladolid. Tuve que verla dos veces para recorrer sus aristas. La primera sentí el viento en la cara y hasta el olor a sal. La segunda tuve claro que algún día encontraría esa cueva en la que la protagonista entra siendo una persona hueca y sale reconciliada con sus fantasmas. Todavía me sorprendo cuando bajo por esa escalera que lleva hasta un acantilado salvaje. Creo que necesito volver.

Un día, buscando qué leer en aquella gran librería de dos plantas que era mi templo, me asaltó el guion de esa película y tuve que comprármelo. Lo atesoré durante un par de años a mi vera, pero no fue hasta que me destinaron a Ibiza cuando volé a su lado devorando sus páginas. En el avión seguí secuencia a secuencia la trama de sus personajes y supe que yo también emprendía entonces un viaje sin retorno. A los 15 días de asentarme en la isla, dos de mis mejores amigas de Aranda me vinieron a ver y las tres cogimos un barco para conocerla en persona. Cris ya había estado y desde entonces la isla también tiene su perfume. Octubre languidecía y la humedad obligaba a abrocharse fuerte la chaqueta, pero Formentera se nos presentó desnuda, honesta y abierta solo para nosotras. Desde entonces ha sido refugio, destino de escapadas de paz y de algunas de las mejores vacaciones que he tenido en mi vida, a tan solo media hora en Ferry.

He recorrido sus costas y me he bañado en todas sus playas, he buceado en lugares mágicos, me he quemado la cabeza dos veces y allí me hice con mis sandalias preferidas, esas con las que siempre me pasan cosas buenas. Formentera es la antesala de la libertad, siempre lo ha sido, la buena de la película, la protagonista sin querer serlo, la secundaria que eclipsa al resto del elenco de actores sin remedio y el destino al que todos queremos ir un fin de semana cualquiera de una distopía como esta. Elena me regaló la última vez que nos vimos un cartel de metal turquesa donde puede leerse en inglés que la felicidad es un día en la playa, y hoy esa frase tan sencilla es mi mejor mantra.