Pepita Prats tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Pepita Prats (Sant Antoni,1943) creció en el Sant Antoni de mediados del siglo XX. Sin embargo también ha sido testigo de primera línea del cambio que ha vivido Vila desde los años 60, cuando se casó y se mudó a la capital de la isla cuando el tráfico en sus calles no era más que anecdótico.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Sant Antoni. En Can Frare. Yo era la séptima de nueve hermanos y la más pequeña de las cinco niñas.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mis padres eran Vicent y Esperança, que era de Can Lluc, justo al lado de Sa Capella de Sant Antoni. Sus casas estaban muy cerca la una de la otra. Trabajaban en la finca, que no es que fuera muy grande, pero habiendo huerto y agua, en casa no faltaba de nada. Nunca trabajaron fuera de casa.

—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Can Frare?
—Apenas tenía vecinas de mi edad, pero éramos tantos hermanos que nunca me faltaron compañeros a la hora de jugar a la chinga o cualquier cosa. Muchas veces, cuando veo en la televisión imágenes de niños pequeños en países del tercer mundo, me recuerdan a nosotros cuando éramos pequeños. Si tenías alguna muñeca era de cartón y, cuando jugabas a bañarla se te acababa deshaciendo en el agua (ríe). Mi madre siempre nos hablaba del primer coche que llegó a Ibiza, que ni siquiera era le llamaban coche: le llamaban ‘máquinas a motor’. Al parecer, el cura advirtió en la misa a todo el pueblo de que tal día iba a pasar «una máquina a motor» y que procuraran «no estar en medio de la carretera», que no era más que un camino. Contaba que todo el mundo fue a esperar esa ‘maquina’ y que resultó no ser más que «una cosa verde con ruedas y unos cuantos hombres encima» que «un hombre corriendo podía adelantarles» (ríe). Debían ser militares.

—¿Les tocaba colaborar en el trabajo en la finca?
—La verdad es que, como yo era la más pequeña de las hermanas, siempre me salvé de trabajar demasiado en la finca o en la casa. Pero sí que recuerdo a mi hermano mayor, Toni, cuando iba con el caballo y el carro ‘de calaix’ a cal del horno cada vez que lo ponían en marcha con los demás vecinos. Esta era la manera con la que se sacaban los cuatro primeros duros. El bosque se aprovechaba: se sacaba madera, se hacían hornos de cal, se llevaba a las cabras para que pastaran y mantenerlo limpio. Ahora no hay sitges, ni hornos de cal ni se puede talar un solo pino, por eso los bosques están abandonados y se queman cada dos por tres.

—¿Iba al colegio?
—Iba al colegio con las monjas en Sant Antoni. Sin embargo, toda la familia estudiaba con un solo libro que se llamaba ‘La enciclopedia’. Nunca tuve la sensación de haber aprendido suficiente en el colegio. Por eso, después de haberme casado, me busqué una maestra particular que me dijo que sabía tanto o más que cualquiera que hubiera estudiado hasta los 20 años.

—¿Se casó usted muy pronto?
—Sí, a los 18 años me casé con Vicente, ‘es selleter’, que era de Vila y me vine a vivir con él a la calle Madrid, detrás de la Clínica Alcántara. Era 1961 y las calles de Vila no estaban ni asfaltadas. Yo misma me encargaba de regar la calle para que no se levantara polvo y los niños jugaban en medio de la calle a las chapas sin ningún peligro. El único vehículo que pasaba por esa calle en los años 60 era la Vespa de Don Vicent Pins, que era vicario de Santa Cruz.

—Habrá visto crecer la ciudad de Vila ante sus ojos.
—¡Ya lo creo! Para que os hagáis una idea: para ir a misa, desde la calle Madrid hasta Santa Cruz cargada de críos, teníamos que atravesar unos montones de tierra así de grandes que, cuando llovía nos quedábamos con los zapatos llenos de barro. De hecho, llevábamos otro calzado y, al llegar a la iglesia nos cambiábamos los zapatos llenos de tierra por los limpios antes de entrar.

—Tras casarse, ¿se puso a trabajar?
—Sí, criando y cuidando de los ocho hijos que tuvimos Vicente y yo, que no era poca cosa: ¡tuve que buscar a alguien que me echara una mano y todo! Ahora ya tengo 12 nietos y cuatro biznietos, Izan, Rubén, Aura y Mía.

—¿A qué se dedica hoy en día?
—A no hacer gran cosa. Paseo por Figueretes, me tomo un café, leo el Periódico y charlo con mis amigas en el Lince. Además, miro también mucho la televisión y veo todos los desastres que hay ahora mismo en el mundo.

—¿Cómo valora los cambios que ha vivido a través de los años?
—Ahora la gente tiene más, pero es menos feliz y me da mucha pena. Todo el mundo tiene coches y motos, una televisión en cada cuarto y un teléfono al que no dejan de mirar, sin embargo no hablan entre ellos.