Eulària Torres tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera. | Toni Planells

Eulària Torres (Sant Llorenç,1952) creció en el seno de una familia humilde y muy unida en Sant Llorenç. Testigo de primera mano de lo que era la vida en un pueblo de Ibiza a mediados del siglo pasado, desarrolló su vida laboral como pinche de las cocinas de Can Misses hasta su jubilación.

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Sant Llorenç. Soy de Can Masianet des horts, aunque nací en otra casa del pueblo, en Can Sans. Yo era la segunda de tres hermanos, Maria era la mayor y Juanito el pequeño. Éramos una familia bastante pobre y vivimos en distintas casas según las circunstancias, en algunas vivíamos a cambio de cuidar de la finca y de la mitad de la recolecta y en otras pagábamos un pequeño alquiler.

—¿Vivió siempre en Sant Llorenç?
—No. Al poco de haber nacido yo nos mudamos a otra casa, Can Plaroig, en Sant Joan, donde estuvimos hasta que cumplí cuatro o cinco años. Luego volvimos a Sant Llorenç para vivir en una casa que se llamaba Can Llucià. Allí estuvimos hasta que cumplí 13 o 14 años, cuando nos fuimos a Can Blai, también en Sant Llorenç, antes de que mis abuelos se hicieran mayores y nos fuéramos a cuidar de ellos en la casa familiar, Can Masià.

—Entiendo que su infancia transcurrió en Sant Llorenç.
—Así es. Yo no fui al colegio hasta que nos mudamos a Can Llucià. Fui a la escuela de Sant Llorenç hasta que tuve unos 13 años. Para llegar a la escuela los tres hermanos teníamos que caminar durante más de una hora cruzando la montaña, por el camino tardábamos el doble. Pasábamos mucho miedo, y es que había un hombre de una casa vecina que tenía problemas mentales y que solía escaparse a menudo para esconderse en la montaña. ¡Una vez le dio por coger un hacha y descuartizar la puerta de la sacristía! Así que, cuando íbamos por la montaña, cada ruido que escuchábamos o cada persona que nos cruzábamos nos daba un buen susto. Caminábamos mucho entonces. Cuando llegaba el verano y se secaba nuestra cisterna, teníamos que cruzar dos ‘puig’ para llegar al ‘Pou den Forn’ a recoger agua. Íbamos con todo el ganado para que bebiera allí y con toda la ropa para hacer la colada allí mismo. A la vuelta nos traíamos todas las jarras y cubos de agua que podíamos.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, María, aparte de cuidarnos a nosotros y de la casa, se dedicaba a trabajar en distintas fincas vecinas. No cobraba dinero, cobraba en comida. Por ejemplo, si recogía patatas en una finca se llevaba un saco de patatas a casa. Así es como funcionaban antes las cosas. Mi padre, Joan, era albañil y con el tiempo acabó siendo maestro de obra. Durante la semana estaba siempre fuera, trabajando en alguna obra de otro pueblo. Solo le veíamos los fines de semana. Cuando venía, primero con su bicicleta y, más adelante, con una moto pequeñita que logró comprarse, era toda una fiesta. El sábado era el único día que disfrutábamos de él. Todos los domingos por la mañana se iba a pescar todo el día y, cuando volvía a media tarde cargado de pescado, hacíamos un gran guisado con lo que había capturado. Era toda una celebración familiar antes de que tuviera que marcharse de nuevo a la mañana siguiente.

—Entiendo que tenía una relación familiar muy sana...
—Sí. Aunque mi madre nunca llegó a superar el asesinato de mi abuelo, Pep ‘Paret’ (que era de Es Xarracó, en Sant Joan) tras La Guerra. Ella era su ‘ojito derecho’ y siempre la llamaba ‘es meu caionet’. Ella solo tenía 14 años cuando fueron a buscarlo a casa y él se escondió. La cogieron a ella, a su hermano y a mi abuela, Eulària, las revolcaron por el suelo, les robaron todo, la comida y hasta los pendientes que llevaba mi madre. Todo con tal de lograr que saliera mi abuelo. Eran gente conocida y, aunque prometieron que no le pasaría nada, le acabaron matando. Toda esta historia fue siempre un tabú en casa. Hace pocos años fui al cementerio y me emocioné al ver su nombre en una placa junto a otros represaliados y enterrados en una fosa común.

—Al terminar el colegio, ¿se puso a trabajar?
—Trabajar, trabajé siempre. De bien pequeña ya nos levantábamos a las cinco de la madrugada para empezar a trabajar en el campo. Cuando no era sembrar era segar o recoger aceitunas o algarrobas, también en otras fincas que nos lo pedían. ¡En Can Sitges nos pagaban 10 pesetas por cada saco de algarrobas! Había que colaborar en casa. Al terminar el colegio me fui a Vila durante una temporada. Vivía al lado de Sa Graduada con la ahijada de mi madre y su marido, Maria y Toni ‘Rotes’, y aprendí a coser con Catalina den Cosmi, que estaba al lado de la SEAT. Pasaba por allí delante cada día cuando iba a coser y había un mecánico que cada día salía a esa hora a la puerta para decirme alguna cosa bonita. ¡Menuda vergüenza pasaba! (Ríe)

—¿Qué fue de ese mecánico?
—Pues que acabé teniendo un flechazo con él, Pepe Daifa. Tras dos años y cinco meses ‘festejant’ nos casamos en 1970. El día que vino a casa a pedir mi mano pasé tanta vergüenza que me escapé y le dejé solo con mi padre (ríe). Tuvimos a nuestros dos hijos, Eva y José María. Al principio vivimos en casa de sus padres hasta que nos hicimos la casa en Jesús en la que seguimos viviendo a día de hoy.

—¿Siguió cosiendo?
—No. Al poco tiempo de comenzar a salir con Pepe dejé de coser como una ‘enamorada tonta’. Eran otros tiempos en los que las mujeres solo aspiraban a casarse. Sobre todo, para la gente del campo. Para una mujer, lo de estudiar ni siquiera se planteaba. Si no te casabas y te quedabas en casa, te convertías en la criada de todos los demás. Además, cuando yo era jovencita, hasta ir a trabajar a la hostelería en ese momento en el que estaba arrancando el turismo, era una cosa que desde un pueblo como Sant Llorenç estaba mal visto.

—Entonces, ¿pudo trabajar?
—Sí, claro. Detrás de mi casa había una mujer, Maria den Pau, que hacía ropa de niño por comisión a la que estuve ayudando una temporada haciendo bordados y ‘nido de abeja’. Poco tiempo después empecé a trabajar como pinche de cocina en Can Misses, alternando el trabajo con la lavandería. Sin embargo mi profesión ha sido la de pinche de cocina hasta que me jubilé anticipadamente.

—¿A qué dedica su jubilación?
—Pues he ayudado a criar a mis cinco nietos: Adrián, Jordi y Marcos, que son de Eva, y Pilar y José, de José María. Ahora ya son mayorcitos, pero siempre he hecho de abuela/madre con ellos, cuidando de todos juntos en casa y llevándolos a todas las extra escolares. He tenido la suerte de poder disfrutarlos mucho. Ahora me dedico a hacer las tareas de casa, a ir a Jesús con Pepe, comprar el periódico y desayunar antes ir a casa a comer y dar un paseo por la tarde. También nos apuntamos a todos los viajes del club de mayores.