El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, saluda a su llegada a un acto de presentación de candidatos a las elecciones municipales, en la Cúpula del Milenio, a 21 de enero de 2023, en Valladolid. | Europa Press - Claudia Alba

Al Gran Caruso le detuvieron en el Paseo del Prado de La Habana por escándalo público. La razón, vestía faldita corta egipcia al escaparse del fuego en la representación de Aida. En estos tiempos modernos que sufrimos, Sánchez causa el mismo estupor, aunque la diferencia es la caterva de adeptos dispuestos a aplaudir hasta el último de sus escarnios. No viste faldita corta, pero su espantá avergonzaría incluso a Rafel de Paula. No sabe cantar; solo quiere tensión y esclavos que aclamen al líder. Su modus vivendi es el mismo: el show y el escenario. Uno tenía talento y el otro solo tiene el poder que los enemigos de la constitución le han conferido. Uno murió demasiado joven y el otro se irá demasiado tarde. Cuestiones del ego, ese pequeño argentino que todos llevamos dentro.

Caruso se regalaba a los pobres que no podían pagar la entrada, Sánchez, en cambio, solo actúa en sede parlamentaria cuando necesita los votos de los detractores de la democracia para mayor gloria de sí mismo. Él no canta sin ganancia, sino con apego al cargo que tan indignamente ostenta. Todo está en venta para mantenerse en el poder, y ahora lloriquea porque la prensa, cuyo deber es picotear como mosca cojonera del poder, osa investigar la recaudación de fondos públicos del su señora. Pero qué demonios pasa con el líder, no tiene espalda, no tiene aguante, no tiene punto fijo en la tormenta, salvo una escapada que busca –sin éxito—la división que solo quiere el tapioca de una república bananera? Su bajeza solo es comparable con un mala noche de un tenor que no sabe como acabar una ópera para la que su voz no está preparada. Sánchez nos amenaza con el gozo de su dimisión, pero nos niega un talento del que está desprovisto. Maquiavelo nunca supo cantar y Sánchez nunca supo dirigir.