Se que posiblemente a la mayoría de ustedes lo que les voy a contar les pille muy lejos. Tanto a nivel geográfico como a nivel de pensamiento, porque tenemos suficientes problemas en el día a día en Ibiza, Baleares, España o Europa, como para estar pensando en lo que sucede en países cuyos nombres no sabemos casi ni pronunciar ni casi situar en el mapa de un cuerno de África cada vez más lejano para nosotros en todos los aspectos, aunque los que allí viven son personas iguales a ustedes y a mí, con la única diferencia del color de nuestra piel o de las condiciones de vida de unos y de otros.

Porque al fin y al cabo, el lugar en el que nacemos marca nuestro destino. Y es que, según un informe elaborado por la organización no gubernamental World Vision, que lleva por nombre Price Shocks, los precios de los alimentos siguen siendo más altos que antes de la pandemia del coronavirus pero, como todo en esta vida, siempre ha habido niveles y clases. Tanto que una cesta de alimentos compuesta por 10 productos básicos «viene a costar de media unos 90 minutos de trabajo en Australia, Irlanda o Singapur; 2 horas en Reino Unido, Francia y Estados Unidos o 3 horas en España»… pero y aquí es donde viene la tremenda desigualdad, en Burundi, para poder adquirir esa misma cesta necesitan trabajar una media de 36 días, en República Centroafricana 25 o en algunos países cuyos ciudadanos son más afortunados como Sudán, Malawi o Mozambique… unas 14 horas.

Unas diferencias enormes que nos hablan de un drama que va mucho más allá, ya que la mayoría de estos países se ven además asolados por otros problemas fuera de la agenda mediática como conflictos bélicos que provocan desplazamientos forzosos, fenómenos climáticos extremos o hambrunas interminables que diezman a su población, sobre todo entre los niños y niñas que como siempre son los más vulnerables. Y es que aunque hablemos de los precios de los alimentos, no podemos olvidar que hay una buena parte del mundo que ni siquiera tiene acceso a ellos ya que según distintos informes, el número de personas que necesitan ayuda urgente en materia de alimentos, nutrición y medios de subsistencia sigue aumentando año tras año. Y es que según Naciones Unidas en 2022, «un 9,2 por ciento de la población mundial o lo que es lo mismo cerca de 735 millones de personas se encontraban en estado de hambre crónica y unos 2400 millones de personas se enfrentaron a inseguridad alimentaria de moderada a grave», lo que significa que carecen de acceso a una alimentación suficiente. Un número que según esta misma organización aumentó en 391 millones de personas solo desde 2019.

Por ello, los expertos en la materia piden una y otra vez que la comunidad internacional «debe dar un paso adelante para garantizar que ningún niño ni niña pase hambre» y conseguir un objetivo que nadie se cree pero que parece muy bonito de cara a la galería, «crear un mundo sin hambre para 2030». Y es que una vez más, parece que existen temas más importantes que tratar por aquellos que tienen la sartén por el mango que intentar paliar esta crisis alimentaria que nos dice que en 2022, «148 millones de niños sufrieron retraso en el crecimiento y 45 millones menores de 5 años sufrieron un bajo peso para su altura», algo que se conoce como emaciación y que es el tipo de desnutrición «más visible y letal».

No pretendo con todo esto amargarles el domingo ni mucho menos que se sientan culpables por lo que está pasando más allá de nuestras fronteras. Simplemente se trata de una pequeña reflexión sobre lo afortunados que somos al haber nacido en esta orilla y de tener todo lo que tenemos. Porque cuando nuestros hijos nos dicen que no les gusta un plato u otro o cuando nos sobra algo de comida y lo tiramos a la basura, tal vez tendríamos que pensarlo un poco mejor. O incluso, cuando al elaborar una receta usamos muchos ingredientes sin darnos cuenta de todo lo que desechamos… porque al fin y al cabo, es cierto que sube el precio de la cesta de la compra y de los alimentos, pero no tenemos que olvidarnos que hay otros muchos lugares donde ni siquiera se pueden preocupar de ello porque no tienen qué comer. Y porque detrás de cada cifra, de cada dato, de cada número, hay un nombre con apellidos, una persona, que es igual que nosotros.