Muchos de ustedes habrán oído hablar alguna vez del pueblo de San Lorenzo del Escorial y es más, muchos también lo habrán visitado alguna vez. Se trata de un pueblo situado en el noroeste de la Comunidad de Madrid, en la vertiente suroriental de la sierra de Guadarrama, a 47 kilómetros de Madrid, y que destaca fundamentalmente por su historia, ya que fue fundado en tiempos de Carlos III en el siglo XVIII y, sobre todo, por su fabuloso Monasterio construido por Felipe II dos siglos antes. De hecho tanto el monasterio como el Real Sitio fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco el día 2 de noviembre de 1984 e, incluso, desde 2006, su término se encuentra protegido como Bien de Interés Cultural, en la categoría de Territorio Histórico o Sitio Histórico.
Pero más allá de esta pequeña introducción, que sinceramente me ayuda para llenar las cerca de 900 palabras de mi artículo semanal, este pueblo destaca fundamentalmente durante las navidades por su fabuloso belén monumental que esta ubicado en las calles y plazas del casco histórico de San Lorenzo de El Escorial. Empezó como una propuesta de sus propios vecinos y ahora colaboran más de 40 voluntarios ya que se ha convertido en un atractivo turístico que cada año visitan unas 80.000 personas. Es fabuloso, en total cuenta unas 500 figuras de tamaño real fabricadas con armazón de madera, pasta de papel pintada y tela y distintos ambientes como el castillo de Herodes, el molino, los establos, el mercado, y por supuesto la adoración y el portal de Belén donde nació Jesús. Y todo ello sin olvidar a los Reyes Magos que llegan por las calles en un desfile fabuloso que deja a pequeños y adultos con la boca abierta porque, por ejemplo, Baltasar lo hace subido en un fabuloso y enorme elefante gris.
Y entre todos los visitantes de esta Navidad un niño llegado desde la isla, con gafas, siete años y medio, lengua de trapo y con una energía desbordante. Mitad madrileño mitad ibicenco, tiene un afán de conocimiento increíble y sorprendente y aunque el tiempo no acompaña porque hace frío y amenaza lluvia con una humedad que lo invade todo, para él cada rincón del belén es un descubrimiento fascinante y nuevo y a cada paso se le ilumina la cara. Está tan entusiasmado que en cada recoveco no para de preguntar cuanto queda y si hay muchas más cosas por ver. Le miro, sonrío y aunque la lala está agotada de tanto pasear, me sorprendo porque yo estoy disfrutando tanto como él.
Son momentos en los que me vienen a la memoria todo lo que disfruté yendo de la mano de mi padre cuando tenía la misma edad que ese pequeñajo que ahora no para de saltar y preguntar cada cosa sin que yo tenga respuesta para todo. Es más, me invade la nostalgia, cierta pena y me duele el que no pueda estar con nosotros el Rober para poderle enseñar mucho más que yo. Para que abuelo y nieto disfrutaran mutuamente y para que, luego en casa, le enseñara las chapas, las reglas, los discos, los juegos reunidos antiguos, los planos, los libros y sobre todo la cueva secreta que hay en la buhardilla y a la que solo pueden entrar los González mediante una contraseña secreta que se transmite de generación en generación. O simplemente para ver juntos los partidos de fútbol de la tele transmitiéndole sus enormes conocimientos sobre todo… y lo que es mejor, hacerlo siempre con su eterna sonrisa y su sentido del humor aunque durante los últimos años la situación del país le trajeran por la calle de la amargura.
En muchas ocasiones me consuelo con esa idea de que no hay ninguna máquina del tiempo que haga que volvamos atrás y que lo pasado pasado está y que no se puede cambiar pero también soy consciente de que aunque lo intento no le llego ni a los tobillos al gran Rober porque como él no creo que haya nadie. Pero seguimos adelante, miramos al cielo en las noches más claras buscando esa estrella que brilla junto a la luna, y conscientes del apoyo y la fuerza que nos da miramos al futuro con optimismo fieles a la filosofía de vida que queda resumida en esa frase de que hasta una patada en el culo te sirve para avanzar… pero sobre todo seguimos hacia delante cogidos de la mano de ese enano de siete años y medio que nos ayuda a ser mejores cada día.
Y es que paseando con él por San Lorenzo del Escorial, montando en coche, poniendo música, leyendo sobre los pintores y los compositores, yendo a un concierto, pintando y recortando o jugando con un arco o un lego, descubro que a todos nos iría mucho mejor si nunca perdiéramos la ilusión que tiene por todo en esta vida. Que todo sería mucho mejor si mantuviéramos su ilusión por todo, si fuéramos igual de ingenuos en algunas cosas, si aún creyésemos que el diferente puede ser nuestro amigo y, sobre todo, creyendo y disfrutando de la magia de la Navidad, Papa Noel y los Reyes Magos. En fin, que todo sería mucho mejor si fuéramos igual de felices que el pequeño Aitor cada día.