Hace unos días el pequeño Aitor tuvo que pasar una revisión rutinaria en el servicio de oftalmología del Hospital Can Misses de Ibiza. Una visita normal para comprobar como tiene la vista, si sigue viendo igual de bien, si tiene que seguir llevando sus gafas tan chulas o si tenemos que cambiárselas por unas nuevas. Tiene siete años y afronta la visita con normalidad a pesar de la incomodidad que supone echarte en tres ocasiones unas incómodas gotas que escuecen un poco para dilatar la pupila y que el médico pueda comprobarlo todo de la mejor manera posible. Y aunque se porta como un auténtico campeón hay algunos momentos en los que duda, tiene miedo, se resiste y solo con el apoyo de sus padres se tranquiliza lo suficiente para abrir de par en par sus ojos y dejar que entren las dichosas gotas.
Y es aquí cuando de repente aparece un personaje casi mágico que parece salido de una de esas pastelosas películas de Navidad que llegan durante estas fechas a los cines o a las principales plataformas de streaming. Tiene un rostro normal, con varios tatuajes en los brazos, pelo negro y no es ni alto ni bajo ni fuerte ni delgado, pero en seguida demuestra unas cualidades que convierten la sala de espera de oftalmología en un sitio especial, repleto de magia, y no solo para los niños sino también para los adultos.
Sin que nadie sepa como ni cuando aparece tras una puerta con una enorme caja de bombones, de los rojos buenos, esos de chuparse los dedos, y ofrece uno al pequeño Aitor que se vuelve loco de alegría. Y después, mientras el enano degusta con placer el que ha escogido, se planta delante de él y opssss hace magia. Coge una magnífica y enorme moneda de chocolate que se parece a una de las cincuenta céntimos y la hace desaparecer de su antebrazo ante las miradas de asombro de los presentes y luego, para redondear el espectáculo, consigue que vuelva a aparecer surgiendo tras la oreja del pequeño paciente. Y mientras nos estamos recuperando, choca varios dedos para conseguir que se conviertan en uno… Una situación fascinante que luego se completa cuando pasamos a la consulta y consigue, con nuevas bromas y juegos, que Aitor se calme lo suficiente para que ponga su barbilla y su frente en una máquina de última tecnología que permite fotografiar el interior de sus ojos para luego enseñarle el resultado y los pueda ver con todo lujo de detalles.
Además, lo mejor de todo es que Olaf no está solo. Su compañera, también maga y amante de su trabajo se convierte en gran amiga de un niño de 7 años tirando de simpatía, paciencia y algún que otro regalo más. Unos gestos con los que consiguen que lo que podía haber sido un drama para Aitor, para sus padres y también para los que tienen que aguantar a un paciente de corta edad nervioso en una sala de espera se convierta en una experiencia inolvidable que siempre recordará. Y lo que es más importante, que el trauma que podría suponer volver al oftalmologo sea todo lo contrario, una aventura divertida y apasionante.
Y para los adultos una lección de vida. Una enseñanza de lo que se puede conseguir si eres amable y una nueva demostración de aquella expresión budista que llevo tatuada en la muñeca y que viene a decir que si tu sonríes el mundo entero sonríe. Todo en esta vida está interrelacionado, nos gusté o no, y si nos empeñamos en ser felices y transmitir esa felicidad a los demás conseguiremos que el de al lado se sienta mejor. Y por el contrario, si somos de esa gente plof que va por la vida en formato negativo, solo conseguiremos que nos traten igual.
Y también una demostración de lo cierta que es la afirmación de Victor Küppers cuando explica lo importante que es trabajar la actitud y que ésta es la forma en la que hablamos, nos comportamos y pensamos hacia las personas que nos rodean pero, sobre todo, que en estos días donde todo son malas noticias y malas caras es más necesario que nunca poner de moda a las buenas personas. Y por eso, señores, ahí va mi reconocimiento con mayúsculas para el servicio de Oftalmología de Can Misses donde hay un fabuloso equipo que encabeza un mago que se llama Olaf y que, por cierto, es ibicenco, de ses Salines para más señas. Y si tienen la suerte de ir allí, disfrútenlos y denles a todos las gracias porque se lo merecen.