Por alguna razón que desconozco, mi ordenador abre a menudo y sin previo aviso fotos de forma aleatoria en las que me recuerda a la adolescente payasa, alegre y teatrera que fui. Ahora mismo, mientras revisaba unos textos, me ha mostrado a una quinceañera arrodillada en un parque, con sus gafas a lo «John Lennon», una gorra blanca de flores, una cazadora deshilachada y un jersey de canalé. He tenido que parar y no he podido evitar sonreír al verla juntar sus manos, en posición de rezo, mientras ensayaba su mejor cara de buena. Después me he afilado los dedos y he decido que ya tenía artículo para este domingo. A ella quiero dirigirme, dedicarle esta columna y decirle que no estaba equivocada, que los sueños se cumplen y que la vergüenza y el miedo son mochilas que pesan mucho y que no llevan nada dentro, por lo que: «sigue corriendo, Montse, llegarás hasta donde te propongas».
Recuerdo perfectamente ese día, quién me retrató y el porqué de aquella postura. Llevaba puestos los hits del momento en los 90: jeans desgastados, unas botas altas y negras, un jersey de cuello alto sobre el que descansaba aquel suéter calado y mi eterna vaquera. El pelo suelo hacia un lado y una declaración de intenciones. Habíamos celebrado un cumpleaños y alguien tenía una cámara. Inmortalizamos todas juntas el momento; risueñas, joviales, despreocupadas… y quedaba una última instantánea para terminar el carrete. Me dijeron que hiciese algo divertido y aquello fue lo que se me ocurrió. En aquella época no lanzábamos 20 fotos para ver en cuál salíamos más guapas, recreábamos escenas o momentos para guardar siempre, imperfectos pero únicos. Tuve esa foto colgada en mi corchera durante muchos años; de hecho, me acompañó de Aranda a Valladolid, de Valladolid a Burgos y de Burgos a Ibiza.
Esa chica que me saluda al otro lado de la pantalla soy yo, siempre seré yo; tal vez más joven, más inexperta, más inocente y más delgada en emociones y en talla, pero igual de confiada, optimista, fiel y sana que esta en la que se ha convertido. Si hoy le dijese que puede estar tranquila, que al final sí que será periodista, tendrá su propia columna de opinión en un medio, presentará eventos, escribirá libros y dirigirá y conducirá un programa de entrevistas, me abrazaría y me susurraría melosa y gritona que «no lo dudaba». Si le confesase que tendrá amor en su vida a raudales, las mejores parejas del mundo, una tribu de amigas tan grande que nunca se hará daño, por muchas veces que se caiga, y dos perros, me miraría con aquellos ojos que todo lo podían y me abrazaría. No sé cómo se tomaría el hecho de saber que terminaría viviendo en una isla, al amparo del mar, que saldría a hacer paddle surf con su propia tabla, a patinar por el paseo marítimo y que viajaría, que viajaría mucho para aprender y conocer el mundo más allá de las novelas. Desconozco qué haría al entrar en mi cuarto y ver mi armario, al conocer a nuestros sobrinos y descubrir en ellos todo lo bueno de nuestros hermanos o al respirar la felicidad tranquila que se esconde bajo ese gorro. Bailaría feliz si le contase la cantidad de conciertos a los que hemos ido, los artistas a los que hemos conocido y que hoy somos amigas de Fer ,de Modestia Aparte, y de Marilia, de Ella Baila Sola. Literalmente fliparía si le dijese que Merche sigue siendo su mejor amiga y que nuestra hermana Miriam también. Lo de que montará una empresa con 24 años le parecería ya ciencia ficción.
Pero, a pesar de todo eso, estoy segura de que lo que no se espera es que trabaje doce horas al día, que los fines de semana ya no sean sagrados, que no pueda ir a ver a mis padres cada mes, como debería, y que algunas veces sienta tanto estrés que el corazón se me acelera. Me miraría como si estuviese loca si le confesase que me cuesta mucho desconectar, meditar, pintar y aburrirme hasta sentirme la persona más creativa del mundo porque, precisamente, ese tiempo tan maravilloso que ella desperdiciaba con tal de no estudiar es lo que ahora no tengo. Le diría que no añoro su juventud, porque implicaba inseguridad, temor y vivir en una habitación oscura, pero sí su capacidad para no preocuparse por nada y vivir el momento. Querida Montse, tú que llamaste a aquella Ribera del Duero nuestra «El fin del mundo» y te escapabas a su vera para escribirle poemas y esconderlos en los huecos de los árboles, me estás enseñando ahora mismo, con esta aparición repentina, muchas más cosas que yo a ti: el aroma de este momento, que es único e irrepetible, que ya no volverá a producirse y que me recuerda que, algunas veces, se puede y se debe parar para no hacer nada, porque esa es la única forma de seguir nuestro camino.