La última en salir y para mi madre, sin embargo, se trataba de la más importante. Ya le ocurrió una vez, hace tres lustros, y desde entonces siempre que viaja con comida teme que algún avispado se percate de ello y decida hacer desaparecer las tiernas morcillas de Aranda que la habitan, el picadillo fresco y recién adobado, las chuletillas de cordero, los cuartos de lechazo envasados al vacío y cocinados en horno de leña ribereño o los chorizos picantes para asar de Moradillo. Aquella vez su enfado fue monumental y no sé si fue por comentarlo con vehemencia en el programa de radio en el que yo trabajaba, o por las llamadas que hicimos para recuperar aquella maleta del deseo, pero a los dos días apareció el tesoro que la habitaba y me la trajeron directamente a la emisora.

Esta vez se hizo un poco menos la remolona y, aunque no apareció hasta que la cinta hubo transportado las de todo el pasaje, el cargamento de viandas castellanas llegó sano y salvo y está siendo hoy devorado con devoción en la torrada que hemos preparado con nuestra colla de gent bona.
Tras un vuelo malo, cuajado de turbulencias y con demasiadas nubes como resaca del temporal, aterrizaban mis padres un poco revueltos, pero con muchas ganas de disfrutar de su isla, volver a ver a nuestra tribu y sentir el aroma de sus arroces al amparo del mar. Una vez hecho el tetris en la nevera para que todo cupiese (ya les aviso desde aquí que a estas horas no quedan ni los huesos), deshecho el resto de su equipaje y mostradas las pocas novedades del piso (unas plantitas nuevas en la terraza, el tapizado del sofá o la flamante mesa de la terraza), nos bajamos al Bistró, el restaurante de «casa», donde todo equipo saludó con ternura y afecto a mis progenitores y cenamos con Juan y Ana para celebrar la vida y la llegada de las personas más importantes de mi vida. Allí, entre risas y buen vino, recordamos la última velada que compartimos y culminamos un primer día al que le ha sucedido una semana de celebraciones y complicidad.

Ayer fuimos a conocer el nuevo restaurante de Carol, el viernes vimos el mejor atardecer del mundo desde la Bahía de San Antonio y el jueves nos tomamos un aperitivo en Ebusus Sociedad Cultural, tras hacer tiritar la cartera con los regalos que nos habían pedido mis sobrinos (que no saben la suerte de abuelos que les ha tocado).

Si les escribo hoy este artículo, no es para despertarles el apetito, ni para jactarme de mi fortuna por tener unos padres tan lozanos como para venir a visitarme año tras año, con cargamento de manjares incluido, sino para dar las gracias desde esta atalaya a todas las personas que al verlos los han abrazado y saludado con respeto y nobleza, hasta hacerme sentir orgullosa de ellas y de las sonrisas con las que me cruzo cada día.

Hay un momento en el que los hijos nos comportamos como padres condescendientes y se invierten los papeles. Ese instante en el que nos atrevemos a decirles que no le pongan limón al pescado, que eso no se hace así o que hablen más bajito. No sé en qué instante se produce esa transmutación, por la que me disculpo también desde estas letras, o con qué caradura nos sentimos en posesión de la verdad para decidir qué reglas o roles son los correctos y cuáles no, pero este artículo debería ser algo más que un puñado de letras para rendir homenaje a los productos de mi tierra o a las personas que durante estos días han demostrado su cariño por mis padres. En esta particular maleta de frases quiero meter todos los «gracias» que tal vez no les he dado y recordarles que este domingo sin nombre de septiembre está llamado a ser uno de los más felices de nuestras vidas.