Hace unos días acompañé a mi madre a que le arreglaran una muela que se le había roto. Eran las 13.30 horas más o menos cuando la recogí y el calor arreciaba. Entonces, en un semáforo en rojo y entre coches de alta gama y furgonetas con cristales oscuros apareció discreta, como una sombra, la presencia pequeña y sigilosa de un hombre vestido apenas con una camiseta de tirantes verdes y un bermudas azul marino. Delgado, enjuto, de piel morena y con el pelo enmarañado apenas pedía unos céntimos para poder comer ese día.
Opinión
Una vida de contrastes
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