Cuando yo era jovencita, recién terminada la carrera, un fin de semana como este, en un mes de mayo cálido y pegajoso, disfrutaba en un bar de Madrid de una noche de amigas y copas cuando un chico guapísimo, alto, rubio y de ojos azules se acercó a mí para intentar invitarme a una segunda ronda. Fue de los primeros argentinos que conocí en mi vida, cursada y bregada hasta entonces entre Aranda de Duero y Valladolid, y lo cierto es que al principio me resultó muy interesante. Agrego por adelantado que en aquellas fechas, corría el año 2002, estaba soltera y sin compromiso. Decía llamarse Ariel, que me pareció un nombre muy limpio, musical y propio de una princesa Disney. El problema llegó cuando, para intentar hacerse el interesante, comenzó a contarme su ascendencia italiana y cómo había jugado en varias ocasiones a la ruleta rusa con su abuelo. En aquellos tiempos, distintas obras de literatura y películas ya me habían ilustrado sobre esta estúpida forma de exponerse a la muerte, pero pensé que debía de haberle escuchado mal y que en realidad seguro que me estaba hablando de algún tipo de ensalada o de carne. Salimos fuera con nuestros rones con coca-cola bien cargados para continuar la conversación y allí, sin la voz atronadora de Paulina Rubio como banda sonora, comenzó a jactarse sobre lo divertido que era colocarse una pistola en las sienes y sentir en primera persona el peligro. Me relató el tacto frío de la culata en su mano, su sudor cálido al apretar el gatillo y la sensación de poder al comprobar que la bala seguía en el cargador. Obviamente nuestra historia se suicidó tras aquel relato y el pobre Ariel no llegó a entender por qué razón rechacé darle mi teléfono, al verlo de pronto como un Vito Corleone de pacotilla.
OPINIÓN | Montse Monsalve
La ballena rusa
Eivissa21/05/17 4:00
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