No es fácil encontrar en la prensa españolas noticias relacionadas con el TTIP; me atrevo a escribir que apenas uno de cada cien españoles conoce el significado de esa sigla, por lo que me parece adecuado tratar hoy el tema.

Los contenidos de la relación trasatlántica entre los Estados Unidos y la Unión Europea han venido plasmándose en las últimas seis décadas en un acervo de textos legales, decisiones organizativas y declaraciones de intenciones políticas que, sin embargo, no han conseguido concretarse en un tratado susceptible de sistematizarlas, completarlas y superarlas; fracasó la TAFTA (Trans Atlantic Free Trade Agreement) en los años noventa y ahora está casi a punto la conclusión de la Asociación trasatlántica para el comercio y la inversión (TTIP, en sus siglas en inglés). De ser así, nos hallaríamos ante un acontecimiento inédito en la historia económica mundial, siquiera porque las economías de ambas entidades políticas representan nada menos que el 60 % del PIB mundial y quedan lejos los tiempos en los que ambas contribuían con un 50 % al crecimiento económico mundial.

Los propósitos esenciales del Tratado son tres:

-en primer lugar, eliminar las (pocas) barreras arancelarias que subsisten, particularmente en el sector agrícola.

-En segundo lugar, reducir e incluso tratar de eliminar las llamadas barreras no arancelarias, es decir, toda cuanta norma sea susceptible de limitar el alcance de la competencia económica -definida en el tratado como libertad básica e inalienable- so pretexto de protección sanitaria, medioambiental o de cualquier otro tipo. Es sabido que los más nobles pretextos encubren en muchas ocasiones objetivos mezquinos; en este caso, el objetivo no es otro que el proteccionismo. Por ejemplo, mientras la UE prohíbe cerca de un millar de sustancias químicas en la fabricación de cosméticos, los EE.UU. apenas prohíben una docena.

-En tercer lugar, crear tribunales de arbitraje privados para resolver los litigios que puedan surgir de la colisión entre el funcionamiento de las corporaciones privadas y las normas y regulaciones estatales, autonómicas o municipales que puedan representar obstáculos innecesarios para el comercio, el acceso a los mercados públicos y el suministro de servicios. Este último punto es, a mi juicio, de la mayor trascendencia.

Hay que señalar que las regulaciones bancarias y las del sector financiero continuarán con su status quo actual.

Como era de esperar, esos loables objetivos básicos chocan frontalmente con los idearios de determinados partidos políticos, organizaciones no gubernamentales, asociaciones ecologistas y multitud de grupos de presión cuyo denominador común es ese “miedo a la libertad” que tan certeramente analizó Erich Fromm en el campo psicológico en su libro del mismo título. 3,2 millones de ciudadanos de los 500 millones con que cuenta la Unión Europea han firmado contra el tratado de asociación. En una reciente encuesta, un 58 por ciento de los encuestados europeos está a favor, un 25 en contra y un 17 no se pronuncia. En cuanto a la opinión calificada, instituciones reputadas como el IFO alemán y otras se muestran muy favorables y consideran que contribuirá al crecimiento sustancial del PIB y a la disminución del desempleo en Europa y EE.UU. En España, según un in- forme de Instituto de Estudios Económicos, el TTIP supondría un aumento anual del 0,72 por ciento de los salarios y un 1 por ciento del consumo privado en un periodo de tres a cinco años. Generaría más de 330.000 empleos y un crecimiento acumulado del PIB de 36.743 millones de euros.

Aunque la perspectiva de alcanzar un acuerdo es hoy más real que nunca, no conviene echar las campanas al vuelo. Hay voces en Alemania y Francia que lo dan por fallecido. Lo cierto es que no es suficiente que ambas partes concuerden en el texto del tratado. Las normativas constitucionales de determinados países europeos (ese inminente enfermo de Europa, Francia, es un ejemplo) exigen que sea ratificado por sus respectivos parlamentos nacionales. Tampoco conviene olvidar que el trámite de las cámaras al otro lado del Atlántico suele ser laborioso y Trump, entre otros, ha mostrado su escepticismo ante el tratado de asociación.

Sea como sea, nos hallamos en el umbral de una nueva era y la inyección de desregulación que el Tratado puede significar se me antoja más vital para la Unión Europea que para los EE.UU., porque tal vez así se ponga coto a reglamentaciones tan extravagantes como la relativa a la curvatura de los plátanos aprobada hace un año en Bruselas.