Tuve a Llanos Lozano de profesora en COU, en el Santa María, como muchos otros adolescentes ibicencos en aquellos años 80. Cuando alguien tan popular y querido se va, es fácil tender a la frase excesiva, al elogio con lagrimilla, a lo que viene a llamarse un panegírico. No sé si a Llanos Lozano le gustaban los panegíricos.

De las clases de Llanos Lozano (y de algunos otros profesores, muy pocos) me ha quedado una cierta propensión a darle la vuelta a las cosas, a no formular respuestas demasiado deprisa, a dejar que una pregunta resuene, cree un eco a veces incómodo…; es decir, a soportar no saber. Es decir, a pensar. Llanos fue quizá, para muchos de mi generación, la primera profesora que intentó enseñarnos algo más para adultos, que no nos trató como niños pasados de hormonas, sino como personas que, tarde o temprano, tendrían que tomar decisiones, que serían padres de familia o bomberos o senadores o mecánicos o poetas. Y explicaba Filosofía con tanta claridad que casi la podías pillar al vuelo.

Sin embargo, alguien tan zoquete como yo nunca hubiera pillado nada al vuelo si Llanos no hubiese ejercido su profesión con verdadero y contagioso entusiasmo. Con Llanos Lozano, además de tomarles las primeras medidas a Aristóteles y a Kant, también se podía tomar ejemplo, ejemplo de cómo se ejerce una profesión con ilusión verdadera. Si todos nos levantásemos mañana haciendo nuestro trabajo como Llanos hizo de profesora, sin duda, el mundo sería un lugar un poco más bello y un poco más justo.

¿Lagrimilla?... Pues sí, un poco…