Lo que hoy es Irak -o era- es una de las cunas de la civilización y, más concretamente, el germen de nuestra cultura. Allí, en la antigua Mesopotamia, se inventó la escritura, que constituyó una de las grandes revoluciones. Allí nacieron los mitos y creencias que más adelante, con otros nombres, con otros matices, han ido conformando nuestra imaginería occidental. Allí comenzó la arquitectura que fundamentó este arte y el código jurídico que sentó las bases de ordenamientos más modernos.

Pero todo eso le importa poco a casi todo el mundo. Desde luego no le importa nada a un ejército que ha asistido impasible, casi complacido, a la destrucción, al saqueo y al robo más descarado de los tesoros arqueológicos guardados en el museo de Bagdad. Los testigos aseguran que no eran ciudadanos iraquíes de a pie, furiosos con la situación, quienes arramplaron con figuras, vasijas, esculturas y toda clase de riquezas arqueológicas. Eran, parece ser, mafias organizadas que luego venderán al mejor postor un patrimonio no de los bagdadíes, ni siquiera de los iraquíes, sino de la Humanidad. Recuerda este episodio al lamentable destrozo de los Budas de Afganistán.

Hechos, ambos, además del incendio intencionado de la Biblioteca Nacional de Bagdad -incomprensible del todo- que demuestran que son muchas las víctimas de una guerra. La primera, desde luego, la vida y la dignidad humanas, pero también la cultura, la sabiduría, el patrimonio artístico, esas riquezas casi intangibles que conforman un tesoro que nos pertenece a todos y a ninguno. En esta guerra, como en todas, ha prevalecido la brutalidad, la ignorancia y la ignominia. Por desgracia lo lamentaremos para siempre porque las pérdidas son irrecuperables.