Soplan vientos complicados en el Partido Popular y en el Gobierno de la nación. No están saliendo las cosas como se pretendía, a pesar de las convenciones, de la candidatura sorpresa en Bilbao, del lanzamiento a la arena política de Ana Botella y de los mil discursos centristas que los dirigentes se empeñan en pronunciar con la boca pequeña. Los sondeos electorales -ya sabemos que las elecciones generales están todavía lejos y pueden pasar muchas cosas de aquí a 2004- van limando diferencias entre populares y socialistas, lo que no debe tranquilizar precisamente a Aznar. Para colmo, el presidente del Tribunal Constitucional suelta la diatriba del año contra los nacionalistas, pero sólo después de que el mismísimo Aznar hablara de «tribus» y «guettos» para referirse a sus antiguos compañeros de viaje, poniéndose en contra, más si cabe, a los millones de ciudadanos -no olvidemos que él es el presidente de todos- que se sienten nacionalistas aquí y allá.

La catástrofe del «Prestige» y la consecuente crisis política en el Gobierno de Galicia, resuelta a medias por mediación de Madrid, no ha hecho tampoco ningún favor al PP. Pero los enemigos no sólo están fuera; la empecinada actitud de Aznar de negarse a comparecer ante el Parlamento para hablar de asuntos importantísimos, como lo del «Prestige» y su apoyo incondicional a los planes bélicos de Bush tampoco favorecen su imagen. Y, finalmente, esas oscilaciones incomprensibles que le han llevado a aprobar por «decretazo» una reforma laboral que luego ha tenido que hacer desaparecer como por arte de magia no retratan, precisamente, a un Gobierno fuerte y seguro, sino más bien a uno que parece estar quemando sus últimos cartuchos.