En su parada hay piezas de plata de todo tipo, pero Carlos se inició con la artesanía haciendo piezas de alpaca.

Se esmera por colocar las piezas de plata con turquesas y ágatas que vende en su parada del puerto. Carlos Febre (Rosario, Argentina, 1949) se ha dedicado toda su vida a la artesanía. Es lo que le gusta. Salió de su casa y se embarcó como polizón a los 18 años. Le hicieron volver, pero no tardó en enrolarse en un barco y salir a recorrer el mundo. Durante sus viajes por Europa oyó hablar de Ibiza. Vino un verano. Se fue, pero no tardó en regresar. Había descubierto el lugar en el que quería vivir, y en el que, con paréntesis, vive desdesde que tenía 20 años. Era el final de los años 60, una época en la que el turismo empezaba su andadura en la isla y en la que venía gente de todo el mundo para vivir el movimiento hippy que se asentó en Ibiza.

¿Cuándo llegó a Ibiza y qué es lo que le trae aquí?
— Yo llegué a Ibiza en 1969. Pero no vine directamente aquí. Estuve viajando por muchos sitios y me enteré en Francia de que había un sitio precioso como éste y vine para acá. Fue en 1969; yo era bastante más joven. Tenía 20 años y desde los 18 había estado viajando por distintas partes de Europa. Incluso estuve embarcado.

¿Y con una visita ya decidió quedarse?
—No, estuve un verano. Luego volví a salir de aquí unos meses y regresé porque porque vi que me gustaba. Me gustó el mar, me gustó la gente. Era un pueblo grande precioso. Aquí había gente de todo el mundo. Muchos norteamericanos que en aquella época no querían ir a Vietnam. Hice muchas amistades, muchos de ellos ya murieron. De hecho, yo estuve viviendo después un tiempo en Estados Unidos unos años.

¿Qué atraía a gente de tantos sitios?
—La libertad que había aquí, que era muy diferente a otros sitios. Además de ser un sitio muy bonito y que la gente de aquí siempre fue muy acogedora con los foráneos. Había muchos artistas, gente que hacía música, y otros trabajos. Por aquí pasaba también el gran falsificador de cuadros Elmyr de Hory, del que hicieron el libro Fake!, que falsificó la obra de grandes pintores modernos y que me parece que murió aquí.

¿Y usted ya era artesano en aquella época?
—Empecé a hacer artesanía en el 72. En aquel momento no había puestos oficiales como ahora. Vendíamos en el suelo por la calle Cipriano Garijo, cerca de la heladería La Bomba. Claro que en aquel momento era algo, digamos, ilegal. Bueno, en aquella época era incluso ilegal estar en el suelo, a veces no dejaban. Pero después, en el 75, nos dieron estos puestos. Pero fíjate que nos daban puesto a casi todos los extranjeros. Y había entonces una ley que se llamaba ‘de vagos y maleantes’, entonces a muchos de los nacionales, de los españoles, no les daban puestos. Los consideraban vagos, o maleantes, no lo sé. En aquella época yo hacía muchas cosas de alpaca, porque la plata me resultaba cara de comprar. Cuando yo empecé quizá éramos 10 personas las que estábamos aquí. Había gente de todas partes, gente que se quería quedar aquí y tenía que buscarse la vida de alguna manera, incluso dos japoneses. Uno de ellos recuerdo que hacía farolillos de estilo japonés de papel, con una vela dentro y que giraban. La mayoría estaban un tiempo y se iban.

¿Fue uno de los primeros mercadillos de la isla?
—Este es el mercadillo más antiguo de la isla. En el 73, mientras vendíamos en el suelo, pasó por aquí gente que quería hacer un mercadillo en Es Canar, en Punta Arabí. Nos invitaron a armar un mercadillo y a concurrir ahí para abrirlo. Entonces accedimos, fuimos allí, se hizo el mercadillo aquel. En aquel tiempo no pagábamos nada. No es como ahora que pagan una barbaridad.

¿Cómo era aquel primer mercadillo que se hace en el puerto?
—Pues aquí, en la plaza (Antoni Riquer) había simplemente una cabina de teléfono, de esas con puerta en las que te metías y cerrabas, y una parada de taxis. No había terrazas ni souvenirs. Nosotros estábamos con una tela y una botella de plástico partida con una vela dentro de noche. Luego con el quinqué de gas. La convivencia era buena con los ibicencos y los pescadores; no había ningún tipo de problema. Nosotros les vendíamos a los turistas que venían, aunque en los inicios no había casi. Era gente que venía en barco, llegaban justo aquí en frente. Mucho turismo nacional, bastantes ingleses y alemanes. No venían casi italianos.

Y, ¿cómo consiguen autorización para empezar con esta actividad?
—Nosotros, desde el principio, pedíamos que se nos dieran permiso para poder vender legalmente. Finalmente fue en el 75 que, por fin, simplemente nos lo ofrecieron.

Y al llegar ustedes con esas ideas tan liberales a una sociedad como la ibicenca, tradicional, ¿no chocaban con los ibicencos?
—Estaban encantados. En esa época, en los 70, muchos de los ibicencos que vivían en el campo querían venirse a la ciudad. Querían alquilar su casa y había cantidad de casas baratas para alquilar. Así viví yo bastante tiempo en el campo, en Santa Inés en una casa payesa. Y éramos casi todo extranjeros. Los payeses se querían ir al pueblo porque encontraban trabajo tanto en hoteles, en la cocina, de camareros. En aquella época no había electricidad en las casas y ellos querían la comodidad que nosotros habíamos dejado, el tener luz eléctrica y agua corriente. Nosotros ya habíamos tenido esas cosas en nuestros países de origen y aquí no teníamos problema en usar quinqués o butano. Nosotros, los extranjeros, buscábamos el encanto que tenía la naturaleza en la isla.

¿Cuál es la época en la que recuerda más movimiento aquí en el puerto?
—Quizá final de los 70 y principios de los 80. Había mucha más gente porque no estaba todavía todo esto habilitado como ahora. Se podía pasear casi únicamente por esta acera pegada a los edificios, y casi no se podía pasar por aquí. Aparte que se podía aparcar en cualquier sitio sin problema. Ahora yo creo que mucha gente ha dejado de venir porque no tiene donde aparcar. En aquella época se mezclaban un poco todos, venía mucha gente famosa a pasar un tiempo cuando en aquella época no había tantas mansiones como hay ahora. Por aquí pasaba a veces la duquesa de Alba, que venía a comprar. También recuerdo que venía mucho Cuqui Fierro.

Ya hablando de hoy día, ¿cómo es la convivencia con el resto de los artesanos?
—Como en todas partes. Con algunos mejor que con otros, pero se intenta uno llevar lo mejor posible, porque pasamos muchas horas aquí. Muchos de los que ahora están en la Pimeef empezaron vendiendo aquí. El espíritu y la autenticidad que tenía esto ha cambiado mucho, ahora hay mercadillos en todas partes. Antes la gente venía al mercadillo del puerto. Pero la gente se confunde y es por eso que pusimos un logo en nuestros puestos para diferenciarnos. Ahora en cualquier calle en la que te metes hay artesanía.

¿Qué te parece la nueva imagen que tiene el puerto desde hace pocos años?
—Antes, cuando atracaban los barcos de pasajeros aquí, para nosotros era mucho mejor. Al llegar o al irse la gente pasaba por aquí y se sentaba en los bares o compraba una ensaimada en la pastelería, que se tuvo que ir, o nos compraban a nosotros. Teníamos toldos que nos venían muy bien por el sol, porque estamos todo el verano. Y cuando cambiaron esto quitaron los toldos. Ahora están los megayates ahí que a nosotros no nos favorecen. Y me refiero también a los bares y los comercios. Ellos no vienen aquí a dejar su dinerito. Y luego el aparcamiento, hay una vecina aquí que me cuenta que tiene que cumplir los horarios de carga y descarga y tiene que ir a hacer la compra con esos horarios. Ha quedado muy bonito. Pero es verdad que nosotros vemos menos gente.

¿Cómo han ido este año las ventas?
—Han bajado bastante, si te digo la verdad. Creo que es algo generalizado.

¿Qué opina de la isla hoy en día? ¿Le sigue gustando?
—Sí me sigue gustando, pero quizá menos que antes. Si viniera ahora por primera vez, no me hubiese quedado. En esa época sí me gustó quedarme, pero ahora me los pensaría mucho.