Marisa Benito.

Marisa Benito González es una de las profesionales más veteranas de la sanidad pública ibicenca. Madrileña de nacimiento, se trasladó a Ibiza por la profesión de su marido, el futbolista ya fallecido David Vega. Ha estado en diferentes servicios pero será en Pediatría donde se jubile, una vez agotadas todas sus prórrogas. Su larga trayectoria profesional y las anécdotas vividas dan para escribir un libro.

Creo que tiene previsto jubilarse dentro de poco tiempo.

—Tenía que haberme jubilado hace dos años y estoy pidiendo prórrogas, espero jubilarme en julio del 2019.

¿Ha estado siempre en Pediatría?

—He estado 20 años en Urgencias, ahora he vuelto a Pediatría pero antes había estado diez años y también trabajé en centros de salud. Estuve cinco años como directora de Enfermería en el hospital viejo.

¿Cómo fue venir a Ibiza?

—Mi marido jugaba al fútbol, lo fichó el Ibiza y nos vinimos. Fue una aventura, nos instalamos y nos quedamos porque nos gustó.

Y su padre Alfredo Benito se vino a Ibiza.

—Mi padre vino después de jubilarse porque estábamos aquí. Era un hombre que se aburría en casa y se ofreció como colaborador en La Prensa de Ibiza y allí estuvo.

¿No se dedicó a la fotografía como su padre?

—Yo hago fotografía pero empecé de mayor cuando tenía tiempo. Hago fotos de naturaleza y he ganado un concurso internacional de fotografía. En Ibiza tenemos un grupo, Ibiza Best Photo, y vamos haciendo cositas. Es una diversión. Cuando me jubilé, me dedicaré a la fotografía, a pasear y a viajar.

Su padre falleció hace menos un mes. ¿Cómo lo recuerda?

—Mi padre es muy importante para nosotros. Ha sido un hombre bueno. Influyó mucho en mí y en mis dos hermanas.

¿Qué le aporta su profesión?

—Ha sido toda mi vida y disfruto con ella. Hice la especialidad de Pediatría y me gustan los niños. Trabajar con ellos es más difícil, los niños no llaman al timbre; es un trabajo de observación y de paciencia con los padres. La enfermera tiene que ver lo que le pasa al niño y los padres te dicen lo que a ellos les parece. A lo mejor hay tres niños pero tienes más trabajo que con veinte adultos. Hay que ir y venir a las habitaciones, verlos, es un trabajo más minucioso. También tenemos incubadoras, niños que no hablan, no se quejan y hay que estar mirando lo que les pasa. Ahora en este hospital hay gente nueva y se tienen que formar pero es muy lento y a los niños hay que observarles: ver el color, la cara, lo que hace o no y algunos no hablan.

¿El problema es la estabilidad del personal?

—Sí, meten gente nueva continuamente. Todos nos quejamos de esta situación. El otro día me vi sola ante el peligro con una enfermera nueva y enviaron tres auxiliares, pero cómo van a ayudar si no conocen el servicio. Hay que tener personal formado.

Pero se queda en Pediatría antes que en Urgencias.

—En Urgencias estuve 20 años, pero en el nuevo hospital están muy mal estructuradas, no se quien le dijo al arquitecto que lo hiciera así; tenían que haber sido los médicos y las enfermeras las que hubieran distribuido el área. Está fatal. Se ha ido casi todo el personal, todos son nuevos, a los antiguos que aguantan tendrían que darle un premio, son muy majos.

Veo que usted es guerrillera.

—Sí, he tenido muchos problemas con las direcciones de Enfermería porque soy guerrillera, pero ya somos amigos (risas).

Pero usted también fue directora de Enfermería.

—Fue en la época del Insalud. En aquellos tiempos estaba de director el doctor Labarta. Venía gente de fuera porque nadie de aquí quería. Labarta dejó el cargo, volvió a su consulta y me dijo: no te preocupes, que te van a mandar a alguien muy bueno. Cuando llegó el nuevo fui a verlo a su despacho, vi que bebía un chupito de un jarabe de tos y le pregunté si estaba acatarrado. Empezó a contarme historias que no tenían nada que ver con el hospital y seguía tomando chupitos. Salí de allí y me fui a ver a Labarta a decirle que creía que no estaba muy bien. Después me enteré de que era alcohólico. Estuvo quince días. Llamé a Palma y a los tres o cuatro días apareció otro en Semana Santa cuando yo estaba librando. Al volver me dijeron que el nuevo director me había abierto un expediente, fui a hablar con él y empezó a darme voces porque no estaba cuando se incorporó, le dije que dejaba el cargo y el hombre se disculpó conmigo. Me fui a mi despacho y de repente abrió mi puerta el nuevo director con una supervisora, me dijo que ella y varios médicos estaban riéndose de él en el bar, que los apuntara en una lista negra. Fui a ver a Labarta y le dije que esto no podía ser, que estaba poniendo verde a todo el personal. Tenía una enfermedad mental. Aquello fue una aventura.

Y ya con el tercero acertaron.

—Vino pero se fue en diez minutos. Luego llegó un administrador que nos dijo que había que ahorrar dinero: que las enfermeras tenía que llevarse los uniformes a su casa para lavarlos y que la gente en vez de comer aquí, se trabajaba en turnos de 12 horas, se trajera un bocadillo de su casa pero luego se llevaba a toda su familia a comer en el comedor del hospital. En Palma, pensaban que era una isla abandonada y lo que sobraba en España nos lo mandaban.

Aparte de sus anécdotas en la dirección, ¿cuál ha sido su mejor y peor experiencia?

—Me acordaré muchos años de un niño que vino con una sepsis meningocócica, estaba colapsado y al niño había que ponerle una vía, se la tuve que poner en la yugular. Temía no haberlo hecho bien porque era muy joven pero llegó el jefe de servicio y me felicitó porque había salvado la vida al niño. Años después me enteré por casualidad que estaba ingresado por un accidente de moto y fui a verlo. Entré a la habitación y le dije: ¡Vaya hombre, casi te matas con una moto con lo que nos costó salvarte la vida de pequeño! El hombre se reía y estaba allí el padre que siempre me lo ha agradecido. ¿Negativas?, gente que no te agradece nada, te insulta, pero yo prefiero no acordarme, las tengo borradas de la mente.

¿Qué le aporta su profesión?

—Quería ser enfermera, mi padre no quería pero yo insistí. Me llevó a una escuela y me suspendieron el examen de ingreso. Volvía a presentarme en el Hospital Clínico de Madrid y me aprobaron. Recuerdo que hicimos una huelga en primero.

¿Una huelga en la etapa franquista?

—Sí, había una monja que nos trataba como en la Inquisición. Un día nos encerramos en el salón de actos de la escuela y decidimos no salir hasta que el director nos atendiera. El hospital se paralizó porque no estaban las niñas de la escuela y había muy poco personal. Hablamos con el director y conseguimos que se fuera la monja. Me acuerdo que los grises entraban a caballo en la recepción del hospital a espantar a los estudiantes.

Cómo ha cambiado la enfermería desde que usted empezó.

—Sí, mucho, enfermeros hay de todo. Ahora se preparan no tanto para el cuidado del paciente, sino para aplicar métodos, somos más técnicos. La buena enfermera siempre atiende al cuidado del paciente.

¿Cómo tiene que ser una buena enfermera?

—Tiene que tener vista de lo que le está pasando al paciente. Una buena enfermera tiene que hablar con el paciente, presentarse. Hay que tener un trato más personalizado; lo que pasa es que como se trabaja ahora no te da tiempo. Hay escasez de personal. Hay gente que lo hace muy bien pero hay de todo en esta profesión, como en todas, hay quienes son humanos y otros enfermeros sin más.

¿Alguna vez se ha mordido la lengua?

—(Risas) Pocas veces, si tengo que decir algo lo digo.