La Nave Ses Salines, Keith Haring, 2017.

Asistí el verano pasado, gracias a la iniciativa de un profesor de secundaria a una jornada en la que se fomentaba el acceso al arte contemporáneo a escolares. El lugar lo conocía, pero no llegué a asistir a ningún evento por haberlo descalificado erróneamente de ‘mírame y no me toques’. A veces sufrimos equivocaciones que tras superarlas invitan al asombro.

Al correr la cortina que permitía el acceso al espacio, viví una sorpresa inolvidable, eternizada en las imágenes captadas y rodeado de infantes, fui transportado una vez más a mi propia infancia.

Recién inaugurado el Centre Pompidou de París descubrí en él un espacio bastante más chico, al que solo se podía acceder descalzo. Recuerdo el interior blanco y negro sobre formas más bien orgánicas, dividido en diferentes espacios, como para descubrir, desde el punto de mira de quien descubre mundo.

No es la única instalación que mantengo en memoria. El mismo edificio es una estructura que presenta prácticamente todas sus instalaciones vistas, hoy en día más bien habitual en una arquitectura vanguardista. No se sabe si es por ahorro y comodidad el que se presenten todas las entrañas o parte de ellas al visitante. Cierto es que no desarmoniza.

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Otra experiencia que no se ha atrevido a huir de mi memoria es el contraste presentado en la última planta. Una escultura con movimiento propio, férreo pero inútil imitando una máquina bien atareada, posaba ante un ventanal que presentaba la extensión edificada a punto de desaparecer de Les Halles, albergando infinidad de máquinas ocupadas e incansables. Destacaban entre ellas, las grúas que como artefactos casi groseros insinuaban a modo de ballet su arrogante y destructora presencia. La escultura no paraba su infatigable tarea ante este marco casi faraónico. Ahí seguía, como hormiguita, activa i sin necesidad aparente de reposo.

Finalmente en un lateral del centro posaban caballetes que invitaban a los visitantes más menudos a participar activamente en un compromiso con el arte recién creado. Igual en la ubicación salinera invitaban diferentes ofertas a la creatividad adolescente. Con lo que volvemos a una actualidad más reciente. Ese tapiz de figuras entrelazadas tan característico de este artista, transformaba este espacio ya de por si amplio en un albergue instalado, de aún mayor envergadura. Acentuado además por un doble nivel que ubicaba si no recuerdo mal dos contenedores de los usados para transporte intercontinental de mercancía.

Caminar en este espacio descubriendo continuamente formaciones nuevas, fomentaba una sensación de la que no quieres salir, que deseas que no acabe. Y cuando retornas al exterior, a la realidad de las edificaciones salineras, imaginas que bajo las distintas elevaciones y en los propios edificios, continúa la labor creativa de una figura que enlaza con otra, insinuando una danza atemporal.

Habituados a los contrastes que vivimos, provocados por la estacionalidad de nuestro entorno, resulta agradable justamente en este lugar, que meses antes albergaba multitudes, descubrir una globalidad un tanto menos invasiva, que no depreda y únicamente propone, desde la humildad y el respeto. Esta propuesta artística ya nos dejó, al igual que nos dejaron las masas. Algún recuerdo permanece, permanece en alguna rotonda. Como recuerdos permanecen en las líneas aparentemente interminables que dibujan el contorno de infinidad de figuras.