Llegué a finales de marzo de este año a la isla con las expectativas de un un cambio de competencias profesionales. Ya me habían hablado de las dificultades con la vivienda aquí, pero tuve suerte entonces. Me quedé con la primera casa que visité. Una finca con piscina en Sant Josep por 315€ en habitación compartida, que fue individual durante un mes. «¡Un chollo!», me dije.

Al principio éramos pocos y la casa se fue llenando poco a poco hasta llegar a los 20 inquilinos en mayo. El propietario vivía en la finca también y a la llegada de cada uno de nosotros, se ofrecía a llevarnos a hacer recados. Era de agradecer, sobre todo cuando todo es nuevo en un lugar y no conoces a nadie. Los días pasaban y comenzaban a surgir discrepancias entre los compañeros, propias de la convivencia. Al principio tratábamos de mediar de la mejor forma posible, pero el ambiente se caldeaba por días. También estaba la problemática del sueño, debido en gran medida a las diferencias en los horarios y días libres en el trabajo. Pero también, surgieron problemas derivados de una progresiva falta de respeto y una desconfianza generadas entre compañeros y motivadas, en parte, por el casero.

En mi opinión, la falta de criterios de selección era una de las causas de los problemas, así como el ambiente propio de la casa, que degeneraba por días, consecuencia en parte de las intromisiones del casero en la vida de los inquilinos. En un ambiente así, tarde o temprano la llama de la discordia prende. Y cuando eso pasa en una vivienda de 20 personas y todas acaban centrándose en sus diferencias con los demás, se pierde toda armonía. Si a eso le añades el perfil de un propietario que vive en la casa, interviene y controla el día a día de sus inquilinos, pone a unos en contra de otros realizando juicios morales de forma constante –qué decir– sobre la forma de vestir, las horas a las que llegas o si bebes y además, amenaza con echarte si no «cambias la actitud», estás creando un ambiente de miedo y hostilidad, donde la vulneración de la vida íntima es habitual. En ese contexto no eres consciente de lo que ocurre. Pero provocar ese ambiente y la violación constante en la privacidad o el honor de las personas, al final, acaba sacando lo peor de uno mismo. Había litigado ya alguna vez con el propietario, por esa intromisión en mi vida privada. Levantarnos de la siesta o estar presente cuando salíamos de la ducha con la toalla era normal. Yo me sentía juzgada constantemente, esa era la técnica del dueño para manipular a las personas y en la casa todo era así. A algunos los había echado por liarla en casa de forma reiterada, aunque si alguien no le interesaba buscaba un desliz, una excusa para expulsarlo también. Por supuesto, sin devolver la fianza. Al final acaba pareciendo todo un reallity show de mala calidad, valga la redundancia. Te das cuenta de que no es una situación normal y comienzas a verlo todo con perspectiva. Si hago cálculos, pienso que ese ambiente inestable le salía rentable. Al final, me di cuenta de que los problemas los generaba él, de forma indirecta.

Tras marcharme de la casa resultó frustrante no encontrar alojamiento. Y aunque sacrifiqué parte de mis recursos para ello, el esfuerzo ha merecido la pena: una vivienda digna. Además, aprendí que jamás volvería a permitir la vulneración de aquellos derechos que por ley nos pertenecen y que a veces olvidamos por miedo a las arbitrariedades de quienes nos arriendan.

LA NOTA

Ingresos de 6.930€ al mes y una suma de denuncias que va en aumento

Antes de marcharme, el casero estaba habilitando un taller de carpintería para alojar a dos personas más (22 en total). Ya habían venido dos agentes a inspeccionar la vivienda. Según el propietario, fue multado porque una de las zonas, donde yo vivía junto con otras tres chicas, no cumplía con los estándares de habitabilidad. Aseguraba que era un procedimiento rutinario sin importancia. Desde entonces nadie más pudo empadronarse. Otra de las irregularidades cometidas por el arrendador fue la no devolución de la fianza a algunos inquilinos expulsados por comportamiento, por la que ya ha sido denunciado, según los casos que conozco.

En un chalé habitado por 22 inquilinos, el propietario de la vivienda se embolsa una suma de 6.930 € al mes, a 315 € la cama. Además, cobra a las visitas de los inquilinos, que duermen en el suelo.