Lo primero que llama la atención al echar un vistazo a la biografía de Vicent Calbet es la edad y el lugar en que murió en el año 1994. El pintor ibicenco tenía 56 años cuando emprendió el viaje de su vida que le llevó a Japón a presentar una exposición. Fukuoka fue la ciudad donde sufrió un paro cardíaco mientras dormía.

El corazón le falló ese día y, posiblemente, a lo largo de toda su vida en el aspecto sentimental. Uno de sus amigos más cercanos, el poeta Julio Herranz, lo define como «un gran artista y un gran tímido», un hombre de edad indefinida sensible a la belleza al que le costaba relacionarse con las personas, especialmente con el sexo femenino, y que nunca llegó a tener pareja pese a tener muy idealizadas a las mujeres.

Calbet era hijo del propietario de una barbería en la plaza de la Tertúlia, donde empezó a trabajar cuando era un niño hasta que ingresó en la Escola d’Arts i Oficis de Eivissa. Alumno destacado, recibió diferentes becas que le permitieron vivir en París o en Hamburgo aunque su mundo estaba en la isla de donde salió después en pocas ocasiones para hacer algunas exposiciones en Madrid, quizás por la inseguridad de su personalidad y porque era «un ibicenco de raíces». Una mezcla de bohemio y payés, «en el mejor sentido de la palabra», matiza Herranz.

Vivió su mejor momento como artista a partir de los años 80, cuando sus obras se vendían al completo antes incluso de montar una exposición. A pesar de ello, se extrañaba de su éxito comercial y no se explicaba por qué vendía tantos cuadros. Una muestra de humildad que, en su caso, no estaba reñida con la inquietud que mostraba por experimentar con cosas nuevas en momentos de bajón creativo y poner a prueba su extraordinario talento. De hecho, poco antes de su inesperada muerte, Vicent Calbet estaba haciendo una serie de obras sobre tauromaquia.

El pintor ibicenco se fue de este mundo en un momento creativo interesante que, con toda seguridad, le habría llevado a dar un paso más en su trayectoria artística. «Con su muerte, todos perdimos un buen artista y yo, personalmente, un buen amigo», señala Julio Herranz.

La desaparición del pintor causó una profunda pena entre Herranz y sus allegados que hizo que el poeta le dedicara «El blues de Vicent Calbet». Un género musical asociado a la tristeza y la melancolía y que, en este caso, está doblemente dedicado al artista: por el azul que protagonizó buena parte de sus obras y por la melancolía que rezumaba su carácter.

Un puente entre la tradición artística y la renovación

Vicent Calbet admiró desde su infancia al pintor Antoni Marí Ribas, pariente lejano de su familia. ‘Portmany’ fue uno de los maestros de Calbet hasta el punto de que su influencia se nota en los inicios de su obra. Marí Ribas fue uno de sus mentores aunque Calbet probablemente llegó más lejos que sus maestros al dar el salto de la figuración a la abstracción y convertirse en uno de los grandes renovadores de la pintura ibicenca.

Esa evolución se debió, en parte, a la influencia del Grupo Ibiza 59, formado por artistas de fuera de la isla y al que le sucedió como respuesta la creación del Grupo Puget que integraron cuatro pintores ibicencos: ‘Portmany’, Vicent Ferrer Guasch, Antoni Pomar y el mismo Calbet para reivindicar el arte autóctono. Calbet tendió, no obstante, un puente entre los dos grupos y, aunque mantuvo siempre claros sus referentes figurativos, acabó construyendo su propio lenguaje. El pintor ibicenco se mantuvo fiel a su estética y a la fijación que siempre tuvo al azul, ese color melancólico que imprimió siempre su carácter.