Jaume Matas va a un juicio a estas alturas como cuando usted se va a comprar el pan. Comparece ante un tribunal con la soltura que antes sólo se veía en los delincuentes más recalcitrantes. Ya le pasó durante meses en el banquillo del ‘caso Nóos’: donde unos tenían caras largas y angustia, el expresident se paseaba con el dominio de saber lo que iba a pasar. Otros tres juicios después y aunque llegue de la cárcel no cambia el rictus.

El contraste con el gesto de José María Rodríguez lo dice todo. Como si ya no hubiera posibilidad de mucho más daño. En su declaración esta semana esperó para decir lo que quería a una cara familiar. Sin Pedro Horrach como fiscal ni José Castro como juez, a Matas ya sólo le quedaba entre las acusaciones una persona que ha estado en todos sus problemas con la ley: la abogada de la Comunitat, María Ángeles Berrocal.

Una pregunta casi inofensiva suya detonó el discurso: «He aprendido que soy culpable». El verbo está medido y excluye el arrepentimiento. El perro de Pavlov judicial. A fuerza de condenas, Matas asume que si se le acusa a él le van a condenar y actúa en consecuencia.

Mejor conformarse que llevarse otro revolcón. En este caso se beneficia de una acusación inicial quizá no tan atada como le gustaría ahora al fiscal y, ante el riesgo de una pena aún menor, buena es una multa. Ha sido un aprendizaje gradual: de negar cualquier delito a asumir una parte (Nóos) a decir a todo que sí con tal de no sumar más pena.

El expresident no dijo «he comprendido que soy culpable» porque no entiende por qué él sí y otros colaboradores suyos no o símplemente porque cree que le castigan por minucias. Sea lo que sea, la resistencia de Matas a estas alturas es desconcertante. Hay quien postula que aguanta como dique frente a poderes mayores o que puede hacerlo por un botín oculto. Él sabrá. Es más enigmático ahora que en la cima del poder.