Cualquiera que haga un repaso mental a lo que ha sido la temporada turística en las Pitiüses hasta finales de agosto concluirá que este año ha fallado algo. Es cierto que durante los últimos tres años se venían batiendo récords tanto en las llegadas de visitantes como en los ingresos que percibieron la mayoría de los negocios turísticos y que era imposible mantener esa tendencia en el tiempo. Y también es cierto que la isla se ha visto perjudicada por la recuperación de otros destinos turísticos como Túnez o Egipto o el auge de otros lugares de moda como Croacia o Grecia. Sin embargo, este año se ha respirado una decadencia que ha ido demasiado lejos y que está perjudicando gravemente la imagen de la isla. Para muestra un botón: Sant Antoni, que este verano ha protagonizado episodios absolutamente kafkianos, ha visto cómo los beneficios de sus comercios se han reducido entre un 25 y un 30 por ciento. En el barrio de ses Figueretes, rodeado por el lujo y los hoteles cinco estrellas, el pequeño comercio habla de pérdidas de un 70 por ciento y durante buena parte de la segunda quincena de agosto la playa estaba medio vacía. Resultan cuánto menos chocante estas reducciones de ingresos tan acusadas en zonas rodeadas de lujo y con yates de gran eslora fondeando en las aguas de la playa. Entonces, ¿qué está pasando? Y, mientras tanto, cada mañana nos levantamos con alguna noticia sobre emisarios que sueltan porquería al mar y vertidos de fecales en las playas, lo que pone en cuestión que Ibiza tenga infraestructuras para hacer frente a la masificación veraniega. Tal vez, por todo ello, haya llegado el momento de que la sociedad ibicenca replantee su modelo turístico hacia uno más sostenible y desde la política se plantee diversificar la economía. Porque la gallina de los huevos de oro está empezando a agonizar.