Odio los calamares en su tinta y el arroz negro. Odio la carne de hígado, a la gente que hace ruido masticando, que come con la boca abierta o que ralla los platos con acerbo. También detesto a quienes muerden el tenedor o a esos que hablan a dos carrillos.

No soporto el sonido de una tiza rayando una pizarra, el tacto del algodón o del terciopelo, los tacones, las fajas ni el reguetón. Deploro a los que fuman en el ascensor, a la salida de hospitales y aeropuertos o cerca de personas que no tienen por qué compartir su humo; a los que no se duchan, a esos que van por la calle sin camiseta o hacen caso omiso de las normas de educación.

Me repugnan las personas que maltratan a sus animales, no recogen sus cacas y olvidan que son seres vivos y maravillosos, y también a aquellos que se olvidan de que sus hijos son su responsabilidad y su educación la base de su moral futura.

Siento animadversión por quienes no respetan los lugares comunes, playas, calles, lugares públicos o bares, y los ensucian sin miramientos, por aquellos que hablan alto, incluso impidiendo el descanso de otros, por los que conducen como locos, van borrachos o drogados, y también por quienes ponen la música a todo volumen sin importarles lo molesta que es.

Detesto a la gente criticona, maleducada, envidiosa y mentirosa, a los que practican el horrendo deporte de hablar mal del resto del mundo, sin darse cuenta de cómo se retratan, de los ‘trolls’ y ‘haters’ en redes sociales que solo juzgan y no aportan, y a aquellas personas que, aun sin ser capaces de subir una montaña, opinan sin mesura ni luces sobre quienes las escalan.

Me encienden los ‘audios’ de WhatsApp, las llamadas a la hora de comer o de cenar, y también antes de las ocho de la mañana y más tarde de las diez de la noche, los emails groseros, las faltas de ortografía, los piropos ordinarios que nadie ha pedido y la ausencia de sentido común. Me rechinan los pedantes, los prepotentes y los petardos.

Condeno a los que abusan de otros, se aprovechan de amigos y desconocidos, engañan con alevosía, acosan o ultrajan a los más vulnerables y también a quienes, pudiendo impedirlo, se cruzan de brazos y miran para otro lado.

Reniego de los parásitos, de los negativos y de los mezquinos porque siempre atribuirán a la suerte los méritos ajenos y se lamentarán de su ausencia de felicidad, a pesar de que son ellos mismos quienes la espantan.

Pero, sobre todas las cosas, detesto usar palabras tan horrendas y gestar sentimientos tan oscuros como estos, porque yo, realmente, no odio nada ni a nadie, aunque por sonreír demasiado y buscar la felicidad propia y ajena despierte en otros ese monstruo.