Un refugiado es alguien que se ha enfrentado a un régimen represivo en el tercer mundo, su vida peligra y un país democrático lo acoge y le da asilo. Una frontera es una línea de demarcación muy clara que se atraviesa bien como turista, bien con un permiso de trabajo. Si en México te olvidas de ir a sellar a inmigración cuando te caducan los días de estancia, pues puedes tener un serio problema. Si quieres irte de Estados Unidos, como le ha pasado a César Alierta, y tienes papeles en los que pone Cesáreo y el nombre no coincide, pues puedes acabar un par de días en el calabozo de Gringolandia salvo que al ser Alierta un vip de superprimera se mueva toda la embajada española para aclarar el asunto, cosa que no suele hacer con otros españolitos. Países como Dinamarca, Hungría, Austria e Italia, todos liberales y democráticos no parafascistas, tienen las fronteras cerradas a cal y canto, mientras en España se está produciendo un efecto llamada alucinante y tanto en el Ayuntamiento de Madrid como en el de Barcelona e incluso en el Consell d’Eivissa ondea la pancarta «Welcome Refugees». Un podemita dijo el otro día que en España tocábamos a trabajador por pensionista y que hacía falta mano de obra, tan ignorante es que se olvida que tenemos casi cuatro millones de parados nacionales y extranjeros. No queda otra que abrir las arcas de la Unión Europea y negociar en origen, en Marruecos, Mauritania y Libia… y dejarnos de un buenismo que está muy bien, pero que es inviable: España no puede acoger a toda el África subsahariana ni a medio Magreb porque no tenemos recursos para ello. Y lo saben los políticos, especialmente los que quieren cargarse el país o ese que quiere estar en la poltrona a cualquier precio.