En el año 2003, con la licenciatura como visera y la arrogancia cosida a la pluma, cubrí mi primera campaña electoral siguiendo, con otros 20 periodistas, más mayores, más sabios y más curtidos que yo, al candidato del PSOE en Castilla y León. Aquel viaje sin retorno por sus 9 hidalgas capitales me hizo adentrarme sin remedio en una forma de comunicación que hoy todavía me fascina y que me sigue intrigando y me aportó varias lecciones de vida de esas que no se olvidan.

En aquellos días pude compartir mesa con figuras de la talla de Felipe González o Alfonso Guerra, cuyas luces y sombras leo estos días entre las líneas de “Anatomía de un Instante”, de Manuel Cercas. Además de mi aclamada imitación de Marisol, poco pude aportar a la dialéctica abierta entre lechazos y ensaladas. Supongo que hice lo mismo que ellos a mi edad: fingir que la vida solo tenía una verdad, que había leído y entendido a Max Weber y a Ortega y Gasset, y dejarme arrastrar por la historia que protagonizábamos en ese momento.

Los viajes no sirven solo para recorrer kilómetros. Algunas veces logran mostrarnos realidades que de otro modo seríamos incapaces de atisbar. Aquel periplo castellano me llevó en esas fechas hasta un convento de Ávila donde vivió feliz Santa Teresa de Jesús y entre cuyas paredes escribió un total de 9 libros y numerosos poemas en los que desgranó cómo latía su corazón enamorado. Les confieso que sentí tanta paz en aquel lugar que incluso mi rebeldía se doblegó y comprendió mejor unos versos que otrora criticaba con incredulidad y sorna.

De pronto la ecuación que explicaba por qué alguien podía ser capaz de escaparse de su casa para cumplir su sueño de ser novicia y encerrarse de por vida cobró sentido y se me reveló la segunda parte del viaje: entender que cada persona encuentra la felicidad a su modo.

Aquella campaña electoral terminó con la derrota del candidato al que, de tanto seguir en un autobús lleno de sueños, cogí un cariño honesto, y con el olvido de aquel convento y de ese “dichoso corazón enamorado que alegre pasaba muy gozoso las ondas de este mar tempestuoso”. La casualidad ha querido que estos días mis pensamientos regresen a Ávila, donde pasa las horas 500 años después, recluido en otro tipo de celda, el que fuera un día el príncipe azul de un cuento, condenado hoy a 5 años de prisión como final mojado. De nuevo la política, el periodismo y el misticismo se funden en un mismo hilo.

¿No se han planteado por qué escogió Iñaki Urdangarin una pequeña cárcel de mujeres para cumplir su pena, sometiéndose a un ostracismo que solo le permite tener contacto con funcionarios? ¿Puede que él también sea un romántico empedernido y buscase encontrar algún tipo de consuelo o comunión ascética en su “retiro obligado”, o es posible que decidiera hacer uso del privilegio de poder escoger prisión para evitar corromperse con otros delincuentes de “menor casta” y mayor agresividad que él?

Sea como fuere, él liberó a su princesa de la carga de compartir su desfalco, asegurando que ella no sabía nada porque el amor la cegaba tanto que no podía poner en duda sus palabras. A su vez ella lo visita a escondidas estos días demostrando que algunas veces el amor es ciego, tonto y sórdido. Les ruego que entiendan la ironía que destilan mis palabras y el sarcasmo que despunta afilado en una historia “real” como la vida misma.

Hoy evoco a Urdangarin paseando su soledad en el penal abulense de Brieva, donde en dos zancadas puede recorrer su pequeño patio y llegar a un gimnasio doméstico en el que doblegar su alma, pensando tal vez en visitar ese convento de la Encarnación donde el encierro es la mayor de las libertades. Nunca se sabe, puede que de esta el ladrón se redima y se vuelva santo.

Hoy recuerdo también a mis compañeros de campaña electoral, paseando sus notas y crónicas por esa región que “hizo a España y que España deshizo” según Machado, a aquel candidato que no volvió a ser el mismo después de aquella y otras derrotas y a esos políticos a los que les canté “la vida es una Tómbola”; todos ellos tan cerca y tan lejos. Sus historias, las nuestras, hoy se cruzan con un mensaje claro: al final todos nos reduciremos a cenizas. Eso sí algunos escogeremos que tengan sentido, logrando convertirlas en “polvo enamorado”, como decía Quevedo, mientras que otros cerrarán sus ojos con la mentira y la lisonja como único aroma.

Ojalá pudiésemos revivir nuestras vidas tomándolas por el lomo, como esos libros que te emocionan a los 20 años y que no comprendes a los 40. Tal vez sea el momento de emprender otro viaje.