Antes la gente era más flexible, no se tomaba en serio los dogmas del otro, se podía hablar de todo, el raro tenía su sitio, no se perdían las amistades por ser tirio o troyano, no te señalaban por la calle, se podía ser independiente dentro del redil, incluso fuera; ahora todo esto ha cambiado para mal. Hemos transitado de una sociedad más o menos abierta en la que el factor cultural era algo a ganar y a conquistar, a una sociedad cerrada y sin alegría, políticamente correcta, abundante en adoctrinados, cabestros y en estultos con máster, voces de sus amos. Una sociedad en la que al pan ya no se le puede llamar pan, y al vino, vino. Hay que cortarse por todo. Eso lo digo porque hay una evidente pérdida de valores: la educación que te deberían haber enseñado tus padres, la urbanidad, la tolerancia verdadera, no esta de ahora que no es tolerancia sino imposición pura y dura envuelta en posverdades. Vivimos en la dictadura de las tribus: si eres catalanista ya sabes qué esperan de ti; si eres cupero, lo mismo; si eres pepero, ya sabes cómo comportarte, si del partido fagocitado por Sánchez pues tendrás que apuntarte en un cuadernillo sus paridas para soltarlas en el bar o en el curro. Si eres campana, ¿dónde está el badajo? Y así todo. No hay respiraderos y a lo anterior se une la absurdidad que está llegando a límites insospechados, por ejemplo ahora algunos cocineros quiere que su receta tenga propiedad intelectual. Estoy yo por registrar el cocido y las sardinas fritas o el caldo gallego o el sofrit pagès o el guisat de peix o los huevos fritos si me apuran. Vamos a peor, pero, eso sí, nos vamos a descojonar mucho...