En mi callejear matritense me encuentro de tanto en tanto con figuras estelares. Recuerdo que un día me topé con Rato y le felicité o le eché el cenizo porque había sido nombrado presidente de Caja Madrid. Hace un par de días estuve hablando con José Borrell, político jacobino muy inteligente, que me dijo que lo de Cataluña tenía mala salida porque los promotores eran como niños mimados y a un niño muy mimado o le damos lo que pide o se cabrea eternamente. El pasado miércoles subiendo hacia La Puebla —la taberna de la calle Ventura de la Vega de Madrid en la que Ramiro ofrece una maravillosa cocina española recia y buena— me di de bruces con Albert Rivera y aproveché para regalarle una guía mía que había escrito de Australia, que llevaba en ese momento. Le comenté que si quería ser el futuro presidente tenía que dejar bien claro a los votantes que su partido contaba con gestores de primer nivel porque eso es lo que le distancia del humo podemita. Es decir, detrás de cada propuesta, la dotación económica correspondiente y de qué partida se va a sacar la pasta. Me dijo que tenían buenos gestores en sus filas, a lo que le espeté que no basta con decirlo, hay que demostrarlo y hacérselo llegar a los votantes que están hartos de que el Congreso sea un programa de telebasura: como el otro día cuando una inquisidora de ERC dedicó parte de una sesión del Senado a echarle en cara al ministro Iñigo Méndez de Vigo, conocido mío, que cantara «El novio de la muerte» en una procesión. Te dicen hasta lo que tienes cantar estos chupadores flaúticos de democracia; pues vamos apañados: como si quieres cantar las canciones de Abba versión Priscilla en el outback australiano.