El Evangelio de este 2º domingo de Pascua nos habla de dos apariciones de Cristo resucitado. La primera el mismo día de Pascua, al atardecer, se presenta ante sus discípulos en el lugar donde se habían reunido por miedo a los judíos: El Señor, lo primero que les dice es: La paz sea con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado a fin de deshacer la posible impresión de que era sólo un espíritu. Ahora ya no hay duda de que es Jesús mismo, y de que verdaderamente ha resucitado. Después de saludar a sus apóstoles les dijo: Recibid el Espíritu Santo y les confirió la potestad de perdonar los pecados. El sacramento de la Penitencia es la expresión más sublime del amor y de la misericordia de Dios con los hombres. El Señor nos espera siempre, con los brazos abiertos, para que volvamos a Él arrepentidos y así otorgarnos su perdón y su gracia. Diversos Papas han recomendado con insistencia que los cristianos sepamos apreciar y aprovechemos con fruto este Sacramento.

Cuando Jesús se apareció a sus apóstoles no estaba con ellos Tomás llamado Dídimo. Al comunicarle los demás discípulos que Jesús había estado con ellos, Tomás le respondió: Si no toco la señal de los clavos con mis dedos y no pongo mi mano en su costado, no creeré. San Pablo dice que la fe es el fundamento de las cosas que se esperan y el convencimiento de las que no se ven. Es evidente que la fe versa sobre las cosas que no se ven, pues las que se ven ya no son objeto de la fe, sino de la experiencia.

A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos. Vino Jesús, se presentó en medio y dijo: «La paz sea con vosotros». Después dijo a Tomás: «Trae aquí tu mano y mira mis manos y mi costado y no seas incrédulo sino creyente». Respondió Tomás: “»Señor mío y Dios mío».

Jesús contestó: «Bienaventurados los que sin haber visto han creído». Estas palabras de Jesús deben alegrarnos muchísimo. Sin duda, estamos señalados nosotros, que como dice San Pedro: No habéis visto al Señor Jesús, y creéis en El, no lo veis y le amáis.

Tomás, como todos los hombres, necesitó de la gracia de Dios para creer, pero además recibió una prueba singular. Al ver al Señor no sólo cree en su santa Humanidad sino que también cree en su Divinidad.

En la Santa Misa, al llegar el momento de la Consagración, en la ostensión del Pan y Vino consagrados, los participantes en la Eucaristía podemos decir mentalmente las mismas palabras del Apóstol: ¡ Señor mío y Dios mío!
Creo en Jesucristo, Dios y hombre verdadero.