En el Nuevo Mundo uno se siente en casa (que se llame América es una de las grandes injusticias de la historia, debida a la imprenta y la personalidad del navegante Americo Vespucio, aventurero renacentista que cantaba a las divinas venus cobrizas de Venezuela).

Actualmente ando por el Perú, donde se encuentran magníficos bares que son como un confesionario para salir ligero de los pecadillos nocturnos. La resaca es un cargo de conciencia que hay que exorcizar, y para eso, aunque esta sea la tierra del pisco, nada mejor que un blody mary triple de todo menos de tomate. En el Perú se fuma, se bebe, se canta y existe la real posibilidad de enamorarse a cada instante, que para eso estamos vivos en un valle de risas y lágrimas: Si no encuentras la alegría en esta tierra búscala hermano más allá de las estrellas, pero no des el coñazo.

Como en los buenos cocktails, el mestizaje mejora la humanidad: A batallas de amor, campo de pluma. Los venenosos racistas son superados cuando las razas se encaman, siguiendo los instintos amorosos antes que los dictados de algún fanático de pacotilla. Un puritano nada tiene que ver con la pureza y todo con la paja mental o la hipocresía, pero a veces logran enloquecer al vecindario, como pasó en la dorada Florencia, donde reinaba la belleza de Simonetta, prima de Américo, hasta que salió el fanático Savonarola. Se comprende la intervención de los sensuales Borgia.

Al Nuevo Mundo vinieron los españoles—siempre entre Don Quijote y Sancho Panza—intoxicados con las leyendas de caballería. Buscaban tanto Eldorado como la fuente de la eterna juventud, pero su mayor tesoro fue encontrar a las indias.