Las que toda la vida nos hemos calificado como «feministas» no entendemos qué está pasando. Las ‘modernas’ que cambian el lenguaje como si fuese un arma contra la igualdad, extendiendo una alfombra de demagogia hueca que no aporta nada y que huele a rancio, parecen estar poco leídas y desconocer que la lucha que hoy enarbolan es la que ya ganaron en los años 20, 40 o 60 aquellas que no tuvieron la suerte de poder votar, escoger carrera o compartir todo con sus parejas; desde la maternidad, hasta los quehaceres del hogar, hobbies, amigos, confidencias y cama. Esas que ahondan en heridas curadas hace lustros nos hacen un flaco favor a las que trabajamos en otros campos, tal vez porque no tuvieron la suerte de tener abuelos y padres orgullosos de ellas que les recordasen que en esta vida podían elegir qué tipo de persona ser y qué sueños alcanzar. Mi padre compartió siempre con mi madre las obligaciones de casa y familia y me enseñó hasta dónde llegaba el amor, qué tipo de relación era sana y normal y cuál debía repeler como el agua al aceite. A mi madre le agradezco su entrega generosa y que defendiese su vocación a capa y espada: «Yo siempre quise formar una familia feliz y lo he logrado», me dijo un día, «pero puede que tus anhelos sean otros». Gracias, mamá, por entender y por no juzgarme, porque, precisamente, en ese respeto está la libertad por la que yo hoy lucho y por la que sí me manifiesto en plazas y artículos. Las mujeres merecemos poder escoger si queremos ser o no madres, dar o no el pecho, desarrollar una profesión o quedarnos en casa o mostrar nuestro cuerpo si nos da la real gana. Erradicar esos estereotipos que nosotras mismas marcamos es esencial para que dejemos de sentirnos culpables o ciudadanas de segunda.

El pasado jueves 8 de marzo, volví a sentir la presión del «o estás con nosotras o contra la causa», tan propio de guerras entre hermanos y tecnicismos denostados. El Día de la Mujer ha dejado de ser este año, de pronto y sin previo aviso, la reivindicación pacífica de unos derechos que llevamos décadas invocando activamente, para interpelarnos a ser ‘solidarias’ y a dejar de trabajar, dentro y fuera de casa, por exigencias del guion. A mis casi cuarenta años me molesta que me traten como una niña y que intenten cambiarme los ideales, porque yo en esta trinchera disparo cada día y no necesito que nadie me diga cómo se combate con las palabras. Que nos están matando, maltratando, violando, secuestrando, aniquilando y silenciando lo sé mejor que nadie. Llevo casi dos décadas poniendo voz a aquellas que no pudieron hacerlo, en mi ejercicio del periodismo, y dirijo una empresa donde no se ficha, se concilia, se trabaja en remoto y se asciende a las personas por su valía. Sin discriminaciones positivas ni negativas; apelando, simplemente, a la humanidad y al talento. Si somos todas mujeres es porque son las mejores, no es cuestión de sexo. A mí no tienen que darme lecciones de igualdad, porque llevo ese término tatuado en el alma. Si me preguntan si paré ese día les responderé que sí, pero también he de especificar la causa por la que lo hice: operaban a mi madre y ella, la Mujer con mayúsculas, se merecía que viajase a su lado, dejase todo de lado y demostrase la clase de persona que soy.

Tras su ingreso cogí a mi sobrina de 5 años de la mano y fuimos juntas a la Plaza Mayor del pueblo que nos vio nacer para explicarle qué hacíamos ayer: «¿Sabes por qué se manifiestan Martina? Por ti. Porque queremos que tú seas todavía más libre que nosotras. No solo que puedas escojas tu futuro, sino que nunca tengas miedo a nada ni nadie. Queremos que puedas cruzar callejones oscuros sin temer que te hagan daño y que nunca te digan cómo debes ser».

Esa es al menos la causa por la que yo lucho, el jueves, hoy y mañana y la proclama que secundo. Eso sí, sin imposiciones y sin criticar a las que, en su ejercicio de la libertad, decidieron no hacerlo.

Gracias a todas las médicos, enfermeras, celadoras, auxiliares, cocineras y profesionales sanitarias que ese 8 de marzo, como cada día, demostraron ser buenas personas y mejores profesionales, porque cuando una persona está en lista de espera desde hace meses, con un dolor que le rompe las sonrisas, merece que precisamente nosotras, que somos diferentes en muchas cosas, pero sobre todo en el cultivo de la empatía, estemos a su altura.

Tenemos mucha suerte de vivir en una época en la que cada discriminación nos parece una antítesis, porque hasta hace no mucho, eran el pan de cada día, y nuestro deber es seguir demostrando que nos diferenciamos en muy pocas cosas: en que nosotras obramos milagros como crear vidas y que casi nunca matamos a quienes amamos.

Generalizar es una muestra de ignorancia y hoy son muchos los hombres que se avergüenzan de sus congéneres y que recorren de nuestra mano la nueva vida que queremos construir juntos; porque aquí si nos enfrentamos nadie gana y porque la mejor guerra es la que no se celebra. A mí hoy también me apetece darles a ellos las gracias.

La mejor manera de combatir la desigualdad es erradicar los ‘micromachismos’ que viven encerrados en nuestro ideario, esos que nos llevan a leer noticias sobre ‘las peores vestidas’ en una gala de cine donde precisamente se reivindica la paridad, titulares donde se informa sobre si una reina ha repetido ‘modelito’ o ha pasado por quirófano o si una política aplaza su maternidad por el trabajo o no. Nosotras, las que escribimos las crónicas de nuestro presente, tenemos en las yemas de nuestros dedos la fuerza para poner letra a un mundo mejor que solo se narra ante las teclas.

Vosotras, las que criticáis, ayudad. Las que justificáis el maltrato de cualquier índole, denunciadlo y pedid ayuda. Las que juzgáis a quienes no piensan como vosotras, abrid la mente y entonces, solo en ese momento, estaremos todas unidas y seremos lo suficientemente fuertes como para conseguir que lo lógico sea lo cotidiano. Sigamos llenando plazas, como el jueves, vidas, empresas, casas y teatros, porque nosotras hacemos mejor el mundo y juntas somos más fuertes.

Somos nosotras las de ayer, las de hoy y las de mañana las que lograremos que la igualdad sea universal, pero no desde la imposición y la radicalidad, sino de la mano. Yo no soy menos ‘feminista’ por ser femenina y hace tiempo que escogí dónde tener pelos: ni en la lengua ni en el alma.