Los dictadores acostumbran a ser terriblemente aburridos y muy acomplejados. Habitualmente abstemios, veganos y no fumadores, proyectan imponer su visión uniforme de pacotilla. En su hipocresía a menudo se camuflan como demócratas en alguna cámara otorgadora de ese estatus que les eleva sobre el pueblo que juraron servir; y entre sus alucinantes prebendas (continúa el todo para el pueblo pero sin el pueblo, solo que sin modales versallescos) se incluiría el derecho de pernada si no fueran generalmente criaturas asexuales.

Porque ¿cómo tomar la propuesta del Govern de prohibir el consumo de alcohol en los aviones? Es una imposición dictatorial propia de los puritanos de la aberrante Ley Seca. ¿Alguien imagina soportar un viaje cuando te toca al lado un predicador nacionalista sin ayuda de un vinito, algún tequila o una botella de coñac? ¡El jet lag estaría asegurado por un monólogo tan soporífero como racista!

Pero les gusta prohibir y moldear yendo contra los deseos de la hedonista sociedad. La ley de anormalización lingüística y el consecuente adoctrinamiento, por ejemplo. No les basta impedir estudiar en español contra lo que garantiza una Constitución sistemáticamente violada al respecto (explíquenselo a un italiano o un galo, en cuyos países también tienen la fortuna de hablar numerosas lenguas, pero no permiten la paja mental separatista), sino que encima algunos ayatolás nada educados quieren contagiar su pensamiento único.

Tales imposiciones buscan acorralar el espíritu. Pero aunque sean un incordio, no funcionan. El borracho embarcará más ebrio en los aviones y en la calle la gente seguirá parlando la lengua que prefiera.